quepasa. Los mexicanos
quieren revolucionar las neuronas de su país. Por eso organizaron este año en
Puebla un singular encuentro: la Ciudad de las Ideas, organizado por Poder Cívico. Durante tres días, 40
expertos de todo el mundo expusieron, sin censura, en áreas tan diversas como
la física, filosofía, matemática, biología, cultura, antropología o religión.
Nuestro columnista Juan Carlos Jobet estuvo ahí y cuenta lo que vio y escuchó.
Debates encendidos. Todo en cuestionamiento. Sorpresas. Quedó boquiabierto.
Si en vez de ser sólo una conferencia la Ciudad de
las Ideas fuera una ciudad como cualquier otra -con vida continua, casas y
edificios, parques y cafés- darían ganas de instalarse a vivir ahí una
temporada. Las ganas de quedarse en la Ciudad de las Ideas no nacen de lo
puramente intelectual -la lucidez de sus conferencistas, su diversidad de
intereses o su enorme capacidad de hacerse preguntas-. Todo eso estimula a
pensar y sorprende. Pero las ganas de quedarse son mucho más emocionales que
racionales. El magnetismo de esta “ciudad” nace de la tranquilidad
que transmiten los lugares donde podemos pensar e imaginar en libertad. Ciudad de las ideas en Tv Azteca México

Por Juan Carlos Jobet, MBA y MPA de
Harvard.

Lenguaje, sexo,
slow, genes

Inspirada
en TED, la Ciudad de las Ideas se hizo por primera vez en noviembre en el
centro de convenciones de la ciudad de Puebla, en México.

Durante
tres días, 40 expertos de todo el mundo expusieron en áreas tan diversas como
la física, filosofía, matemática, biología, cultura, antropología o religión.

Algunos
de los conferencistas fueron Dan Gilbert, psicólogo que estudia por qué somos
tan malos prediciendo qué nos hará felices; Steven Pinker, experto en lenguaje;
Helen Fisher, antropóloga que estudia los fundamentos bioquímicos del amor y la
lujuria; Carl Honoré, precursor del Movimiento Slow, que promueve desacelerar
el ritmo al que vivimos; Gerd Gigerenzer, del Instituto Max Planck, que estudia
cómo funciona la intuición; o Dean Hamer, genetista que estudia un gen que
explicaría la homosexualidad.

Las
charlas estaban agrupadas en bloques organizados cada uno alrededor de una
pregunta central: ¿Dónde estamos? ¿quiénes somos? ¿en qué creemos? ¿qué nos
domina? ¿cómo nos comunicamos? ¿hacia dónde vamos? En cada bloque, un grupo de
cinco conferencistas se sentaba en unos cómodos sofás sobre un largo escenario
blanco, y uno a uno se paraban para tomar la palabra, para en 21 minutos
explicar, ante la mirada atenta de sus colegas y de las casi dos mil personas
que rodeaban el escenario, cuál era su mejor idea.

Por
lo amplio de las preguntas, a ratos las charlas parecían inconexas entre sí.
Pero de a poco iban apareciendo algunos patrones. La exposición del físico
Lawrence Krauss sobre la constante e irreversible expansión del universo, la
del explorador marino Enric Sala sobre el daño que hemos hecho a los océanos,
la de Honoré sobre la necesidad de respetar nuestros tiempos y ciclos internos,
o la de Fisher sobre el efecto de la evolución y las hormonas en nuestros
hábitos al buscar pareja, estaban cruzadas, sin que los expositores lo
planearan, por un recordatorio de cuán dependientes somos -como individuos y
como humanidad- de equilibrios precarios que muchas veces no terminamos de
entender, pero a pesar de eso intervenimos.

Sala,
por ejemplo, tratando de explicar lo irresponsables que hemos sido al
exterminar especies en el mar, hacía una pregunta simple: “Si al momento
de subirse a un avión el piloto le dijera, acabamos de encontrar estos
dos tornillos que se cayeron de alguna parte del avión. No sabemos bien de
dónde, ni qué rol cumplían, pero vamos a despegar igual, ¿cuántos de ustedes
tomarían ese vuelo?”. El mar, decía Sala, es un sistema
infinitamente más complejo que un avión, y de él depende nuestra sobrevivencia
en la tierra. Pero nosotros llevamos años interviniéndolo -sacándole piezas
cuya función no entendemos- sin comprender las posibles consecuencias. El mismo
mensaje de precaución parecían pasar otros conferencistas respecto de nuestro
cuerpo y nuestra alma.

Provocaciones

Con
la conferencia, los organizadores, el gobierno de la ciudad de Puebla y los
empresarios que financiaron el evento buscan generar ideas innovadoras para
México. Quieren fomentar la construcción de nuevos paradigmas. Porque creen que
las soluciones no vendrán de una sola disciplina, pretenden fomentar la
búsqueda de propuestas que integren las lecciones de distintas áreas. Por eso
la convocatoria transversal y la mezcla de temas. En sus palabras, quieren
empujar a los mexicanos para que se atrevan “a pensar, a imaginar, a
inventar”.

Por
eso, toda la organización estaba pensada para estimular la creatividad y romper
tabús. En las murallas, en los peldaños de las escaleras, en pendones que
colgaban por todas partes, había preguntas, preguntas y más preguntas. 1.300 +
33 preguntas sobre valores, justicia, sexualidad, sociedad, política y futuro,
que Andrés Roemer -el genial mexicano de formación ecléctica que lideró la
organización del evento- puso en un libro que todos los asistentes recibieron
de regalo. ¿Qué preguntas han desaparecido? ¿matarías en la guerra? ¿has sido
adicto a algo? ¿le hace bien la religión al mundo? ¿qué es un desperdicio de tiempo?
¿siempre es incorrecto sobornar? ¿qué tan joven se es demasiado joven para ser
presidente? ¿cuáles son las grandes preguntas?…

Como
si las charlas y el bombardeo de preguntas no bastaran, para abrir y cerrar
cada bloque, dos niños tocaban el chelo y el violín, o un flautista tocaba
música local, o un pianista llenaba el ambiente con música de Beethoven o
Malher.

Y
pasaban cortometrajes que sorprendían y dejaban pensando. En uno de ellos, un
francés de buena pinta, pero sin cabeza, preparándose para una cita, se pone su
esmoquin y sale a comprar. A comprar flores para la chica y una cabeza para él.
Las flores las elige rápido. La cabeza, no tanto. Después de mucho probarse
distintos modelos, da con una de piel oscura y casco rapado, con un look prolijo
de inmigrante marroquí. La paga y se la lleva bajo del brazo en una caja de
cartón. Se va directo al café donde la chica lo espera, sentada mirando el mar
por la ventana. Él se escabulle al baño sin que ella lo vea, se para frente al
espejo, abre su caja y se pone la cabeza. Y le brotan carcajadas de felicidad
de su nueva boca de dientes blancos, porque la cabeza le sienta muy bien sobre
los hombros, le va muy bien con el esmoquin. Satisfecho, sólo le falta
arreglarse la humita. Pero es ahí cuando ve sus manos blancas en el espejo, que
el contraste de colores con la piel morena de su nuevo cuello lo hace tomar
conciencia de su error. Decide sacársela y abordar a la chica así no más, sin
cabeza. Ella, muy dulce, lo recibe feliz. Y se van de la mano. Caminando junto
al mar.

La religión ¿hace
bien o mal?

Los
tres días de conferencia fueron una seguidilla de estímulos, provocaciones y
sorpresas. Pero es muy probable que el clímax del programa haya sido “la
batalla de las ideas”. Un debate en que un académico de estudios islámicos
(John Esposito) y un pensador conservador (Dinesh D´Souza) discutían con un
filósofo (Daniel Dennett) y un portavoz del tratamiento racional de los temas
de fe (Michael Shermer).

La
pregunta que abordaron fue si la religión le hacía bien o mal al mundo. Lo
notable del debate, más allá de las posturas de cada uno, fue que a pesar de
los esfuerzos de los organizadores para respetar los tiempos del programa,
además de los cuatro debatientes, terminaron arriba del escenario, sin que
nadie los invitara, un físico, un matemático, un psiquiatra, un abogado y un
economista, todos conferencistas que miraban el diálogo y no resistieron la
tentación de subir y participar acaloradamente.

Fue
en ese momento cuando se sintió con más fuerza el magnetismo de esta ciudad. Al
ver que gente que pasa sus horas mirando un microscopio, filosofando, haciendo
ecuaciones, desenterrando esqueletos, o mirando galaxias, comparte, al final
del día, una pasión común por ciertas preguntas fundamentales, uno no podía sino
sentir cierta paz interior.

Después
de muchas horas de explorar la complejidad del ser humano desde distintos
ángulos -su lado biológico y animal, su lado social, artístico y cultural, su
lado racional, emocional y espiritual-, después de disectar el problema en
muchas partes, al ver esa pasión común por las preguntas fundamentales, uno
puede volver a integrar todas las piezas y sentirse más cómodo en su propia
piel, como el francés del documental. Después de separar para tratar de
entender, uno puede volver a juntar. Al comprender que en alguna parte todo lo
que nos compone y nos moviliza está interrelacionado, aunque todavía no
entendamos muy bien cómo -tal como, según Sala, opera el mar-, uno puede ser el
que es, sin tanta autocensura. Al aceptar que somos complejos y diversos, pero
que al mismo tiempo todos tenemos cosas básicas en común, uno puede aceptar sus
propias particularidades con más benevolencia y disfrutar la vida de la ciudad.