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Noticias Noviembre 22, 2009

Muhammad Yunus en México – con Carmen Arístegui

 

Muhammad Yunus (ver wikipedia), creador del Banco Grameen en Bangladesh, banco de microcréditooriginalmente destinado a mujeres, que ha demostrado la capacidad de pago de las personas más pobres, la potencialidad para sacar de la pobreza a millones de personas y también su sustetabilidad en el tiempo como entidad de crédito. En CNN en español es entrevistado por Carmen Arístegui, durante su visita a México.

Noticias Diciembre 13, 2008

Ciudad de las ideas – México


quepasa. Los mexicanos
quieren revolucionar las neuronas de su país. Por eso organizaron este año en
Puebla un singular encuentro: la Ciudad de las Ideas, organizado por Poder Cívico. Durante tres días, 40
expertos de todo el mundo expusieron, sin censura, en áreas tan diversas como
la física, filosofía, matemática, biología, cultura, antropología o religión.
Nuestro columnista Juan Carlos Jobet estuvo ahí y cuenta lo que vio y escuchó.
Debates encendidos. Todo en cuestionamiento. Sorpresas. Quedó boquiabierto.
Si en vez de ser sólo una conferencia la Ciudad de
las Ideas fuera una ciudad como cualquier otra -con vida continua, casas y
edificios, parques y cafés- darían ganas de instalarse a vivir ahí una
temporada. Las ganas de quedarse en la Ciudad de las Ideas no nacen de lo
puramente intelectual -la lucidez de sus conferencistas, su diversidad de
intereses o su enorme capacidad de hacerse preguntas-. Todo eso estimula a
pensar y sorprende. Pero las ganas de quedarse son mucho más emocionales que
racionales. El magnetismo de esta “ciudad” nace de la tranquilidad
que transmiten los lugares donde podemos pensar e imaginar en libertad. Ciudad de las ideas en Tv Azteca México

Por Juan Carlos Jobet, MBA y MPA de
Harvard.

Lenguaje, sexo,
slow, genes

Inspirada
en TED, la Ciudad de las Ideas se hizo por primera vez en noviembre en el
centro de convenciones de la ciudad de Puebla, en México.

Durante
tres días, 40 expertos de todo el mundo expusieron en áreas tan diversas como
la física, filosofía, matemática, biología, cultura, antropología o religión.

Algunos
de los conferencistas fueron Dan Gilbert, psicólogo que estudia por qué somos
tan malos prediciendo qué nos hará felices; Steven Pinker, experto en lenguaje;
Helen Fisher, antropóloga que estudia los fundamentos bioquímicos del amor y la
lujuria; Carl Honoré, precursor del Movimiento Slow, que promueve desacelerar
el ritmo al que vivimos; Gerd Gigerenzer, del Instituto Max Planck, que estudia
cómo funciona la intuición; o Dean Hamer, genetista que estudia un gen que
explicaría la homosexualidad.

Las
charlas estaban agrupadas en bloques organizados cada uno alrededor de una
pregunta central: ¿Dónde estamos? ¿quiénes somos? ¿en qué creemos? ¿qué nos
domina? ¿cómo nos comunicamos? ¿hacia dónde vamos? En cada bloque, un grupo de
cinco conferencistas se sentaba en unos cómodos sofás sobre un largo escenario
blanco, y uno a uno se paraban para tomar la palabra, para en 21 minutos
explicar, ante la mirada atenta de sus colegas y de las casi dos mil personas
que rodeaban el escenario, cuál era su mejor idea.

Por
lo amplio de las preguntas, a ratos las charlas parecían inconexas entre sí.
Pero de a poco iban apareciendo algunos patrones. La exposición del físico
Lawrence Krauss sobre la constante e irreversible expansión del universo, la
del explorador marino Enric Sala sobre el daño que hemos hecho a los océanos,
la de Honoré sobre la necesidad de respetar nuestros tiempos y ciclos internos,
o la de Fisher sobre el efecto de la evolución y las hormonas en nuestros
hábitos al buscar pareja, estaban cruzadas, sin que los expositores lo
planearan, por un recordatorio de cuán dependientes somos -como individuos y
como humanidad- de equilibrios precarios que muchas veces no terminamos de
entender, pero a pesar de eso intervenimos.

Sala,
por ejemplo, tratando de explicar lo irresponsables que hemos sido al
exterminar especies en el mar, hacía una pregunta simple: “Si al momento
de subirse a un avión el piloto le dijera, acabamos de encontrar estos
dos tornillos que se cayeron de alguna parte del avión. No sabemos bien de
dónde, ni qué rol cumplían, pero vamos a despegar igual, ¿cuántos de ustedes
tomarían ese vuelo?”. El mar, decía Sala, es un sistema
infinitamente más complejo que un avión, y de él depende nuestra sobrevivencia
en la tierra. Pero nosotros llevamos años interviniéndolo -sacándole piezas
cuya función no entendemos- sin comprender las posibles consecuencias. El mismo
mensaje de precaución parecían pasar otros conferencistas respecto de nuestro
cuerpo y nuestra alma.

Provocaciones

Con
la conferencia, los organizadores, el gobierno de la ciudad de Puebla y los
empresarios que financiaron el evento buscan generar ideas innovadoras para
México. Quieren fomentar la construcción de nuevos paradigmas. Porque creen que
las soluciones no vendrán de una sola disciplina, pretenden fomentar la
búsqueda de propuestas que integren las lecciones de distintas áreas. Por eso
la convocatoria transversal y la mezcla de temas. En sus palabras, quieren
empujar a los mexicanos para que se atrevan “a pensar, a imaginar, a
inventar”.

Por
eso, toda la organización estaba pensada para estimular la creatividad y romper
tabús. En las murallas, en los peldaños de las escaleras, en pendones que
colgaban por todas partes, había preguntas, preguntas y más preguntas. 1.300 +
33 preguntas sobre valores, justicia, sexualidad, sociedad, política y futuro,
que Andrés Roemer -el genial mexicano de formación ecléctica que lideró la
organización del evento- puso en un libro que todos los asistentes recibieron
de regalo. ¿Qué preguntas han desaparecido? ¿matarías en la guerra? ¿has sido
adicto a algo? ¿le hace bien la religión al mundo? ¿qué es un desperdicio de tiempo?
¿siempre es incorrecto sobornar? ¿qué tan joven se es demasiado joven para ser
presidente? ¿cuáles son las grandes preguntas?…

Como
si las charlas y el bombardeo de preguntas no bastaran, para abrir y cerrar
cada bloque, dos niños tocaban el chelo y el violín, o un flautista tocaba
música local, o un pianista llenaba el ambiente con música de Beethoven o
Malher.

Y
pasaban cortometrajes que sorprendían y dejaban pensando. En uno de ellos, un
francés de buena pinta, pero sin cabeza, preparándose para una cita, se pone su
esmoquin y sale a comprar. A comprar flores para la chica y una cabeza para él.
Las flores las elige rápido. La cabeza, no tanto. Después de mucho probarse
distintos modelos, da con una de piel oscura y casco rapado, con un look prolijo
de inmigrante marroquí. La paga y se la lleva bajo del brazo en una caja de
cartón. Se va directo al café donde la chica lo espera, sentada mirando el mar
por la ventana. Él se escabulle al baño sin que ella lo vea, se para frente al
espejo, abre su caja y se pone la cabeza. Y le brotan carcajadas de felicidad
de su nueva boca de dientes blancos, porque la cabeza le sienta muy bien sobre
los hombros, le va muy bien con el esmoquin. Satisfecho, sólo le falta
arreglarse la humita. Pero es ahí cuando ve sus manos blancas en el espejo, que
el contraste de colores con la piel morena de su nuevo cuello lo hace tomar
conciencia de su error. Decide sacársela y abordar a la chica así no más, sin
cabeza. Ella, muy dulce, lo recibe feliz. Y se van de la mano. Caminando junto
al mar.

La religión ¿hace
bien o mal?

Los
tres días de conferencia fueron una seguidilla de estímulos, provocaciones y
sorpresas. Pero es muy probable que el clímax del programa haya sido “la
batalla de las ideas”. Un debate en que un académico de estudios islámicos
(John Esposito) y un pensador conservador (Dinesh D´Souza) discutían con un
filósofo (Daniel Dennett) y un portavoz del tratamiento racional de los temas
de fe (Michael Shermer).

La
pregunta que abordaron fue si la religión le hacía bien o mal al mundo. Lo
notable del debate, más allá de las posturas de cada uno, fue que a pesar de
los esfuerzos de los organizadores para respetar los tiempos del programa,
además de los cuatro debatientes, terminaron arriba del escenario, sin que
nadie los invitara, un físico, un matemático, un psiquiatra, un abogado y un
economista, todos conferencistas que miraban el diálogo y no resistieron la
tentación de subir y participar acaloradamente.

Fue
en ese momento cuando se sintió con más fuerza el magnetismo de esta ciudad. Al
ver que gente que pasa sus horas mirando un microscopio, filosofando, haciendo
ecuaciones, desenterrando esqueletos, o mirando galaxias, comparte, al final
del día, una pasión común por ciertas preguntas fundamentales, uno no podía sino
sentir cierta paz interior.

Después
de muchas horas de explorar la complejidad del ser humano desde distintos
ángulos -su lado biológico y animal, su lado social, artístico y cultural, su
lado racional, emocional y espiritual-, después de disectar el problema en
muchas partes, al ver esa pasión común por las preguntas fundamentales, uno
puede volver a integrar todas las piezas y sentirse más cómodo en su propia
piel, como el francés del documental. Después de separar para tratar de
entender, uno puede volver a juntar. Al comprender que en alguna parte todo lo
que nos compone y nos moviliza está interrelacionado, aunque todavía no
entendamos muy bien cómo -tal como, según Sala, opera el mar-, uno puede ser el
que es, sin tanta autocensura. Al aceptar que somos complejos y diversos, pero
que al mismo tiempo todos tenemos cosas básicas en común, uno puede aceptar sus
propias particularidades con más benevolencia y disfrutar la vida de la ciudad.

Noticias Enero 21, 2008

La energía de México DF

emol. México D.F.: no es ciudad para débiles. Es la urbe más grande del continente, los edificios se hunden en su centro pantanoso y en ella los viajes se miden en horas, nunca en kilómetros. Veinte millones de personas le dan su energía a esta ciudad caótica e intensa, donde el que no muere se hace más fuerte. ¿Cómo describir una ciudad? se preguntó Graham Greene en Notes on Mexico City. Eran los años 30, cuando la ciudad no llegaba al millón de habitantes. Aún así: Greene intuyó algo y asoció esta ciudad a una tierra sin ley y sin límite.

Por Alberto Fuguet, desde México

Tenía razón.

¿Cómo describir una ciudad que ya no es ciudad, sino una suerte de monstruo de concreto y piel? ¿Cómo entender Ciudad de México?

Dependiendo del ánimo de tu interlocutor, el Distrito Federal es la tercera metrópolis más grande del mundo (lejos la ciudad más grande de América) o bien es una bestia que crece, muta y se expande cada segundo en esta tierra que antes fue un lago y que no es para débiles ni para edificios muy altos. El bellísimo Palacio de Bellas Artes, de hecho, se hunde un poco cada año.

Dicen que al menos unos 20 millones y medio de personas viven o sufren o se han resignado a que esta urbe sea su hogar. Ciudad de México siempre fue el Distrito Federal pero, después de los años 50, cuando la población estalló en forma exponencial, pasó a ser una sigla: el De-Efe, casi como si los chilangos hubieran asumido que esto ya no es una ciudad sino, simplemente, el futuro.

Miras por la ventanilla del avión y ves los millones de vecindades y calles atestadas y los hoteles y los luminosos rascacielos de Polanco, primer mundo absoluto. Es de noche y de pronto divisas la Torre Latinoamericana tipo Empire State, pero más modernilla, y letreros de neón de cerveza Tecate.

Y entonces aterrizas.

Diez o quince aviones han llegado y el aeropuerto parece de 1956 y las cuatro personas que atienden hubieran sido despedidas de un almacén de barrio. Hora y media después, logro que me timbren el pasaporte. Comento algo sobre la espera y la señorita con sobrepeso me responde una de las dos palabras que me perseguirán mientras esté acá.

"¿Mande?".

En México todos responden como si uno diera una orden y ellos tuvieran que hacerse cargo.

"Nada", le digo.

"Entonces bye, bienvenido".

Ahí está la otra palabra: en México todos se despiden con un bye.

"Órale, güey; bye".

Le digo al taxista que voy al Centro Histórico. Da lo mismo que el aeropuerto esté en medio de la ciudad, el viaje será eterno.

Eterno.

Volé ocho horas y ya llevó casi cuatro aquí en Chilango City y aún no llego. El taxista me comenta que si Estados Unidos no existiera, si California no existiera, el DF tendría quince millones de habitantes más, así que es mejor no alegar.

Soy uno más entre veinte millones. Debo esperar mi turno.

Caminando de noche por las ruinosas calles del Barrio Chino, detrás de la librería El Sótano, uno siente nostalgia por las muchedumbres que no te dejan avanzar de día. Esta parte de la ciudad no es precisamente bella, pero tiene el encanto del abandono. Todo parece un set para filmar una de esas novelas en miniatura de sexo, de vaqueros o de venganzas, novelas gráficas bastardas que la población masculina no ilustrada devora aquí, sobre todo en el Metro.

El centro es curioso. Hay gente muy pobre o muy abandonada que vive en las azoteas. Son casuchas con vista. Cada calle se especializa en algo, lo que facilita las cosas en una ciudad tan grande. Donceles es la calle de los libros usados y la tarde pasa rápido en los eternos pasillos donde uno encuentra lo que no hay en librerías importantes: Esa visible oscuridad de Styron a menos de un dólar, una primera edición de La traición de Rita Hayworth firmada por el propio Puig a 4 dólares.

Me como unas enchiladas suizas en el que declaro mi restorán favorito: La Blanca. Estoy a dos cuadras del Zócalo, que ahora está "nevado": la ciudad, en un ataque de arribisimo, ha construido una pista de hielo para que los chilangos puedan patinar bajo el sol y la música de Depeche Mode y The Cure.

El transporte en Ciudad de México funciona, pero a su modo. Todo siempre está lleno, pero no colapsado. El Metro es barato y eficaz y tiene ciegos que cantan con amplificadores. Se supone que es peligroso tomar los taxis verdes, casi todos escarabajos, pero el mayor peligro que corrí era no estar de acuerdo con el taxista en la estación de radio.

Las distancias no se miden en kilómetros sino en horas. Lo cerca está a hora, hora y media. Lo lejos, mejor ni tocar el tema. Quizás aquí los barrios se llaman colonias porque tienen algo de colonia penal: de ahí no sales. La vida social y las amistades se forjan en torno a las colonias. Ir a visitar a un amigo al otro lado de la ciudad implica que ese lazo es más que fuerte. Un día fui invitado a comer a Polanco. Calculé media hora. Llegué una hora tarde. A nadie le pareció mal.

Caminando o viajando en el metro uno capta que sí, que el De-Efe tiene algo de laberinto. El laberinto de la soledad, según Octavio Paz, aunque cuesta asociar soledad con el De-Efe cuando uno intenta caminar por entre los piratas del Eje Central Lázaro Cárdenas o por el temible barrio de Tepito, oasis semiarmado del contrabando. Le pregunto a un policía parado cerca del Mercado de San Camilo, pasado la Plaza Garibaldi, cómo llegar a Tepito y me responde: no quieres ir a Tepito.

Salgo sudado de Tepito (el olor de México huele a aceite rancio y maíz) pero vivo. Tepito no es la síntesis del De-Efe, porque esta ciudad no acepta ser reducida. Los ilegales de Tepito son y no son el De-Efe, lo mismo que los ricos de Santa Fe o los colombianos de colonia Roma o los darketos de la feria El Chopo, que usan rimel y ni saben quién fue Cantinflas.

El De-Efe tiene algo de pesadilla inducida por el mezcal. Lo más aterrador no es la violencia ni tanta gente ni la bandera más grande del mundo flameando como si fuera la bandera del país más rico del mundo sino que, para aquellos que hablamos castellano, es darse cuenta de que aún así esto no se entiende. Aquí hay otras reglas, otros tiempos, otro idioma. Perderse en Seúl es esperable; perderse en el De-Efe es lo que uno quiere evitar y aún así, cada tanto, abres el mapa y te das cuenta de que no, no entiendes nada, y que sí, estás un poco perdido y solo en medio de la ciudad latina más grande del mundo.

El taxi avanza rapidísimo rumbo al aeropuerto. Son las cuatro AM y por fin no hay tráfico. Bajo la ventana y hay una brisa fresca. La región, esta noche, está transparente. En la radio suena una banda de narcomex norteño y una chica de voz áspera lee los asesinatos del día. Trato de pensar en imágenes para llevar. Cierro los ojos y respiro el olor de los tacos al pastor que alguien cocina para el inminente desayuno proletario. Una luz blanca, de lámpara a kerosene, ilumina una esquina y el carro que seguramente no tiene permiso y que no envenena a nadie. Esta es la luz de México, pienso. Una luz fuerte, que ciega, una luz que quema y que no es real y que separa ese trozo de vida de la oscuridad de la inmensa ciudad que no mata, pero que tampoco perdona.

Dónde comer en el D.F.

En los mercados más cercanos al centro (como el San Juan o el de la Merced) existen las cocinerías, donde es posible comer tacos al pastor y beber jugos al agua o a la leche.

Si quiere turistear y gastar, vaya al legendario Café Tacuba (Tacuba 28, Centro, a un lado del metro Allende), que data de comienzos de siglo aunque, internacionalmente, es más conocido por ser el nombre de un grupo rock que se escribe con "v", Tacvba, porque entró en problemas legales. Ofrece comida mexicana tradicional en el sitio donde se reunía la bohemia de los años 20 y 30. Hoy todos ellos están en el barrio La Condesa o Polanco. Ojo con el chocolate caliente. Mal que mal, en México se inventó el chocolate.

Otra opción es La Blanca (5 de Mayo 40), un restorán muy viejo, de "los de antes", nada lujoso, incluso austero, pero con un sazón muy mexicana. No es raro encontrar en las mesas mucho extranjero. Aquí se pueden degustar los verdaderos platillos mexicanos.

Leer

Quizás la novela que más quiso ser chilanga es la sobrevalorada La región más transparente de Carlos Fuentes. También vale la pena leer a Carlos Monsivais. Casi todas las crónicas de Monsivais son acerca del De-Efe.

Juan Villoro y Héctor Aguilar Camín también han situado sus libros y crónicas en el pobladísimo valle de México.

El argentino Rodrigo Fresán fue enviado a escribir una crónica corta a la Ciudad de México y entregó una novela chingona: Mantra, un mantrazo de 539 páginas sobre un luchador libre, que se puede leer perfectamente como el diccionario frik definitivo acerca del D.F. Llegar a la capital de México luego de leer Mantra en el avión puede ayudar a que todo el caos se ordene y, capaz, se entienda.

Pero la gran novela de la Ciudad de México es –sin dudas– Los detectives salvajes del chileno-mexicano Roberto Bolaño. Cada mini capítulo es una suerte de GPS para hacer un tour Belano ("Lima vive en un cuarto de azotea de la calle Anáhuac, cerca de Insurgentes"), así como hay un tour Ulises en Dublín.

LLEGAR

A Ciudad de México vuelan Aerómexico y Lan desde 1.388 dólares más impuestos..

DORMIR

NH Centro: en la calle Palma 42, la de las joyas, a cuadra y media del Zócalo. Habitaciones inmensas y pasillos kubrickianos. El wi-fi lo cobran, lo que es bastante cabrón y el lobby tiene acceso al Starbucks que siempre está lleno de gringas. Tiene una pequeña alberca arriba donde está un restorán fusión con buffet de sushi los viernes. Los precios vía internet llegan a 120 dólares por una doble, sin desayuno. www.nh–hotels.com

Hotel Majestic: ahora es un Best Western, una cadena sin mucha onda pero nada mala. Está frente al Zócalo. Gaste más y pida una habitación con vista a la plaza. El restorán La terraza del último piso es para quedar adicto, sea de día o de noche. Dobles desde US113. Madero 73.

Gillow: un placer. Poco pretencioso, con una estética downtown que cautiva. Las habitaciones tienen ventiladores y todas las puertas y pasillos dan un extraño patio interior con una fuente de agua. Wi-fi gratuito en el lobby. Algo pasado de moda, pero con onda y aroma literario y a precios por debajo de los US$50. Acceso al restorán La Capilla que está entre los buenos del centro (ahí se toma el desayuno) y frente al restorán La Blanca. Isabel La Católica 17. www.hotelgillow.com

Más datos: www.chilango.com

Ver

Están el Museo de Frida Kahlo y los murales de Rivera, Siquieros, Tamayo y Orozco. Y sí, vayan a la Plaza Garibaldi, un extraño oasis turístico donde no-pasa-nada en medio de un sector donde-pasa-mucho y es mejor evitar.

En la Colonia Xoco, al sur, por la avenida Coyoacán, está la Cineteca, y vale la pena. Tiene ocho salas, algunas con 560 butacas, y tiene biblioteca y devedés. Está a pasos del Metro Coyoacán.

Algunos filmes para ver antes de partir: Amores perros (la esquina del choque está en La Condesa; los antros de las peleas de perros son casi un mito urbano); Y tu mamá también, y la manipuladora Hombre en llamas, acerca de los ultra ricos del DF y los secuestros. Los olvidados de Buñuel es, por desgracia, absolutamente contemporánea y muestra aquello que es mejor evitar, por sanidad mental o seguridad.

"Ciudad de México es una terminal de viajes por el espacio-tiempo, una sala de espera donde tomas algo rápido mientras esperas el tren(…). Uno se queda allí atascado: por el solo hecho de estar allí, uno está viajando…".

William Burroughs

'Es infinitamente peor que el sueño durmiente que tuve de México City en el que yo voy triste y caminando por departamentos blancos y vacíos, solo, o donde los escalones de mármol de un hotel me horrorizan'. Jack Kerouaclberto Fuguet, desde México D.F..

Noticias Agosto 6, 2005

México, aromas de ciudades

Me marcó vivir por algunos años en dos países con tanta fuerza como México y España. Ambos tienen tanto que decirnos. Los países ???o por lo menos, las ciudades- tienen olores particulares. La cultura de cada lugar, más que libros, me trae estimulantes aromas, colores, sonidos. En España, Cáceres, Badajoz, Barcelona, Sevilla y la magia de Granada.

Por ahora hablemos de México, Monterrey, Guadalajara, el océano en las montañas que es el DF. Cada ciudad me trae recuerdos de recorrerlas, vivirlas. Ciudad de México es una mezcla confusa de primer mundo, de edificios de cristal, barrios residenciales, comercio cosmopolita, clásicos rincones coloniales, pero también salpicada de mercados indígenas, como el Mercado de La Merced, cuyo origen se pierde más allá de la frontera de la memoria, donde señores en traje de negocios tranquilamente en la calle se alimentan de recetas milenarias, aromáticas y coloridas.

El DF tiene color de pimientos y de la más vasta diversidad de chiles. Tiene de fiestas continuas y de comidas de negocios interminables. Tiene de raza viajando en metro, camión o bocho, colgando la vida de ida y de vuelta a sus chambas, pero sin perder la alegría y la cordialidad, así "jodidos pero contentos", que la vida es para disfrutarla. Por eso la fiesta es hasta el fondo. No hay mayor multitud que viernes de quincena por Insurgentes, o donde quieras que te metas en el DF.

Visité el DF en Enero pasado, tres años después, y ahí estaban todos sus aromas y colores. El DF tiene olor y color de mercadillo, y eso se extraña. El tibio frío del invierno, el húmedo calor del verano, la atmósfera eléctrica y el chaparrón de cada atardecer, la frescura del paseo nocturno. Hay que reivindicar el nombre de Ciudad de México. No quiero exagerar, pero escribo México y me sale "máxico", de veras.