Comprando Sueños. Radiografía a los Nuevos Consumidores

emol. Un limpiador de piscinas compra su primer auto. Una mujer criada en la pobreza viaja en avión. Un hijo de campesinos se gradúa en la universidad. Son historias de una nueva clase social que está lejos de ver en estos bienes un mero acceso al consumo. Para ellos significan, más bien, una nueva manera de enfrentar la vida. Conozca el alma de este fenómeno que surge en Chile. Por Sabine Drysdale.

Esta es la historia de un auto. De un Suzuki Maruti blanco, año 1998, usado pero en buenas condiciones. Único dueño, poco kilometraje, comprado al contado, con los ahorros de toda una familia. De un hijo, de su madre y su hermano.

El padre había muerto. No tenían nada. Dormían los tres apiñados en una pieza que arrendaban en La Reina. Eran pobres, pero se aferraron al barrio alto. “Pudimos habernos ido a una población, es cierto, pero preferíamos estar mal, porque el lugar te levanta”, dice Cristián González (27), el hijo mayor, sobre quien cayó como un ladrillo la responsabilidad de sacar adelante a los suyos. Lo hizo limpiando piscinas. Día tras día, durante un año, se subió a la 621, una micro amarilla vieja, ruidosa, manejada con ira. Se subía por la puerta de atrás con una mochila llena de productos químicos, una gran manguera enrollada en una mano y un largo fierro en la otra. “Me miraban como payaso”, recuerda. “Luego me compré una bicicleta. Una Oxford”, agrega. Terminaba de aspirar las piscinas en Vitacura y partía pedaleando a Peñalolén. Y de ahí a La Dehesa. “Era una locura y mucho esfuerzo, pero como necesitaba, tomaba clientes casi en cualquier sector”.

Mientras pedaleaba de un lado al otro de la ciudad, Cristián aprovechaba de soñar. “En mi mente veía a varias personas limpiando piscinas en varios autos. Y yo dirigiendo el negocio. No se lo contaba a nadie, lo iban a encontrar ridículo, ¡si yo andaba en bicicleta!”. Siguió ahorrando. Cuando tuvo lo suficiente, más de lo que había juntado su mamá, compró al contado el Maruti.

Como si fuera el cumpleaños de un hijo, Cristián recuerda la fecha con exactitud: “Fue un veinte de agosto de 2005”. No tenía licencia. Tampoco sabía manejar, pero aprendió. Y ahí, frente al auto, su vida comenzó a dar el giro que había soñado.

Hay bienes que marcan sicológicamente. Una lavadora, por ejemplo. Tenerla por primera vez, para una mujer que está saliendo de la pobreza, es emblemático. “La experiencia de lavar todos los días en batea con agua fría es muy fuerte. La lavadora quiebra con esa idea de pobreza tan dura, del olor a azumagado de ropa que no se seca nunca, ese olor a pobre; por eso, no transan con ese electrodoméstico”, explica el sociólogo Carlos Catalán.

No son sólo la culminación de anhelos; detrás de estos bienes se asoma un fenómeno social cada vez más común en el país: una nueva clase media–baja–emergente, C3D, que de la mano del acceso al crédito y de la importación de productos más baratos, obtienen bienes que antes ni soñaban: electrodomésticos, celulares, computadores e, incluso, viajes en avión. “Es un grupo que se ha sentido postergado del sistema por mucho tiempo, y que hoy ve que tiene posibilidades y está ávido de acceder a la modernidad”, señala el publicista Tomás Dittborn.

El Maruti de Cristián era blanco. Con él abarcó más clientes, llegó más rápido a atenderlos y pudo disfrutar de tiempo para sí mismo, para practicar karate o asistir a cursos de filosofía. “Yo no soy sólo una persona que limpia piscinas”, asegura hoy, convertido en dueño de Agua Nueva, su mini empresa, y también en estudiante de Sicología. Dice que el auto, además, lo hizo un poco más feliz. “Puedo compartir, llevar a otra persona al paradero, salir con mis amigos. En la micro uno bota el tiempo como si fuera cualquier cosa”.

La madre de esta movilidad social, sin embargo, es la educación. La primera persona de una familia que entra a la universidad es un paso firme en el progreso de su núcleo y de las generaciones venideras.

Gonzalo Herrera (26) protagonizó esa primera vez. Vive en la casa de sus padres en el sector de Las Parcelas de Peñalolén. Su madre, oriunda de Peralillo, siempre trabajó haciendo aseo y planchando en casas particulares, y su padre era bombero de una Shell. Gonzalo, en tanto, es constructor civil de la Utem.

Mientras terminaba la educación media en el Liceo Lastarria soñaba con entrar a la universidad sin la certeza de que iba a resultar. “Pasó porque mis papás me apoyaron, me dijeron: estudia, crece, sé algo mejor. Si me hubieran dicho ponte a trabajar y ayuda con la casa, otra cosa hubiera sido”, dice sentado en el living una tarde de sábado, mientras su mamá y su tía preparan el té. De fondo se escucha una y otra vez una melodía. Es su hermano menor, Felipe, estudiante de Pedagogía en Música de la Umce, que practica con su flauta traversa. Confiesa que ser el primero en dar el paso le dio miedo. “Estaba un poco asustado, es una responsabilidad muy grande, pero eso marcó la pauta para mis hermanos”. Marcelo, el del medio, también estudió Música en la Utem y trabaja como profesor.

Con lo que gana, Gonzalo podría comprarse su propio departamento; sin embargo, prefiere quedarse con sus padres y aportar con dinero para la casa. “Lo que siento ahora, lo que he tratado de hacer, es devolver un poco la ayuda de mis papás”, dice. Sí invirtió en un auto, un flamante Chevrolet Corsa plateado que está estacionado a la entrada de la casa. Pudo comprarlo gracias a un premio en dinero que le dieron en su primer trabajo y a un crédito que termina de pagar este año. “Es rico tener auto, puedo ir a buscar a mi mamá al trabajo o visitar a mi abuela en Peralillo”.

A unas pocas cuadras de Gonzalo vive Kena; así le gusta que le digan a Eugenia Carvajal, una mujer de cincuenta años, madre de tres hijos, dos de ellos profesionales, el tercero en el colegio. Hace un alto mientras trabaja haciendo aseo en una casa de Vitacura, donde la llaman “la gerenta”. Sobre su delantal cuelga una chapita de “Patagonia sin represas”: “Me la dieron los chiquillos de Greenpeace”, explica, y agrega que al día siguiente irá a protestar por la prohibición de la píldora del día después. Kena fue la mayor de sus hermanos, la primera que tuvo hijos, y los suyos son la primera generación de su familia que va a la universidad. Luis es bibliotecario de la Utem y trabaja en Inacap, y Mario estudió Construcción en la Usach y trabaja como tesorero de un banco. Su proyecto y el de su marido, chofer de casa particular, era que sus hijos terminaran cuarto medio; sin embargo, su ambición era mucho mayor. “No se conformaron con que sus padres no pudieran solventar sus estudios”, dice orgullosa. “El menor me dijo voy a trabajar y como sea voy a entrar a la universidad, y se consiguió un trabajo haciendo aseo en la Tesorería General de la República”, cuenta. También tomaron créditos. Luis y Mario fueron los primeros universitarios de la cuadra. Los vecinos los felicitaban. “Ahí aprendí que cuando alguien de nuestra clase, la clase trabajadora, da un paso así, todos nosotros lo damos”, reflexiona.

La universidad significó un gran cambio en la familia. Aumentaron las perspectivas laborales y a Kena se le abrió el mundo de los libros y la cultura. “He conocido autores que me han hecho muy bien, como Humberto Maturana. También soy una gran admiradora de la cultura griega. Que mi hijo haya ido a la universidad también me ayudó a mí”, dice. Kena consiguió una beca de la municipalidad para estudiar dos semestres de literatura y arte en la Adolfo Ibáñez y en las tardes dicta unos talleres de lectura para los niños de su barrio. No sueña con que sus hijos cambien de clase, por el contrario: “Creo que los que logramos conocer un poco más tenemos un compromiso con los nuestros. Mis hijos saben de ese compromiso, uno no puede guardarse las cosas”.

Era la primera vez que alguien de la familia Valenzuela Castillo se subía a un avión. Fue en diciembre del año pasado. Patricia casi se desmayó de la emoción. “Las piernas me flaquearon y no podía dominar el temblor de las rodillas. Se me nubló la vista, veía puntitos y casi no podía respirar. Lo único que me salvó de devolverme corriendo fue la vergüenza que habría pasado en mi oficina”, cuenta. Al viaje iba con su jefe. Se sentaron juntos: “Me fue explicando paso a paso el despegue: cada sonido, cada chirrido era un suplicio para mí; pensaba que nos matábamos. Soy evangélica y no paraba de rezar por mí y mi único hijo. Al fin pasó y cuando llegué a Buenos Aires me pellizcaba, no podía creerlo. ¡Yo en Argentina!”.

Patricia Valenzuela se crió en un paupérrimo campamento del sector Las Acacias de Puente Alto. A los 12 o 13 años –cursaba séptimo año en un liceo técnico– sus papás se separaron y ella fue a dar a la casa de unos tíos, en este mismo campamento sin urbanización. Creció sin luz, agua, ni calefacción de ningún tipo; se acostumbró a la lluvia filtrándose por el techo y mojándola en los inviernos. Durante muchos años, todas las noches, compartió una cama de dos plazas con sus tíos y dos primos, cinco personas en total. Se graduó de cuarto medio después de gastar muchos zapatos: cruzaba medio Puente Alto dos veces al día para ir al liceo y volver, porque nadie en su casa podía costear una micro.

De cómo Patricia llegó a viajar al extranjero a los 33, habla de su increíble tesón. Al graduarse de cuarto medio se puso a trabajar en lo que pudo. Aterrizó como vendedora en un negocio de servicios de telefonía. Fue camarera, operaria nocturna de una fábrica de chocolates, y en esas pegas estaba cuando descubrió que en Chile existía el crédito universitario. La óptica le cambió. “Cuando uno ha nacido, crecido y vivido siempre como pobre, lo asume. Mi primer jeans lo tuve en tercero medio, usado. Yo era excelente alumna, pero nadie me dijo que podía llegar a la universidad con crédito”. Decidió estudiar Ingeniería Comercial porque eso rendía, aunque prefería teatro. Encontró su trabajo actual, en Nameaction, una pyme de registro de dominios en internet. Llegó como vendedora, hoy es gerenta de Operaciones y su sueldo se ha triplicado. “Pero pasé cinco años en que todo lo que ganaba se me iba en el crédito y los pagos universitarios. Me vestía con ropa usada y ni al McDonald’s iba”.

Su tesón rindió. El año pasado se compró una casa, un auto y comenzó a viajar fuera de Chile en sus vacaciones.

A las agencias de Viajes Falabella llegan cada año cientos de mujeres como Patricia. Personas de esfuerzo que acceden por primera vez a un viaje. Pueden pagar hasta en treinta y seis cuotas. El destino más común partió siendo Buenos Aires, hoy también lo son Brasil y Colombia. Cada año los viajes del sector C3D crecen un 18 por ciento, según la agencia. “Un gran cambio si es que hace diez años las agencias sólo trabajaban en el sector alto. El retail al instalar la agencia dentro de las tiendas rompió la barrera geográfica y llegó con el crédito a los que no habían tenido acceso”, explica Andrés Saint Marie, gerente comercial de Viajes Falabella.

Después de aquella primera experiencia, Patricia decidió que los viajes ya no eran terreno vedado, como siempre creyó. En febrero compró a crédito en una casa comercial un paquete turístico a Buenos Aires. Ahora la acompañó su hijo, ella le regaló esa primera vez. “Ahí sí creí soñar”.

COLABORACIÓN: MARÍA CRISTINA JURADO

PRODUCCIÓN: GERMÁN ROMERO

 

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