Luis López Aliaga (¿cuándo tendrá su blog?) es escritor y acaba de publicar este año el libro Bazar Imperio. Esta semana publicó en Revista de Libros de El Mercurio el siguiente artículo:
El primer libro
Tenía ocho o nueve años y era un niño hiperactivo, pichanguero y sin ningún brillo en los estudios. Por eso mi madre se quedó desconcertada, sin saber cómo reaccionar, cuando en medio de la calle Huérfanos su retoño le montó una pataleta sólo porque ella se había negado a comprarle el libro de cubierta amarilla que destacaba en la vitrina de una librería. Ante un helado de lúcuma o el último ejemplar de la revista “Barrabases” mi madre hubiese aplicado el procedimiento de rigor, unos cuantos coscorrones y un mechoneo público, pero la sorpresa de ese extraño objeto del deseo de su hijo más porro la dejó literalmente sin habla. ¿Qué pretendía con semejante demanda, se debe haber preguntado, y con aquella inusitada vehemencia con la que decidía – en una época en que aquello no era bien visto- botarme a huelga si no me daban en el gusto? La verdad es que yo todavía me lo pregunto y he llegado a pensar que allí, en ese gesto de capricho infantil, se jugó gran parte de mi destino. Que si la cubierta satinada de aquel grueso ejemplar dispuesto sobre una especie de atril metálico no hubiese despertado mi curiosidad de niño, mi vida hubiese sido muy distinta a lo que es. Ni siquiera había leído el título y ya quería ese libro, presa de una voluptuosa urgencia por poseer por primera vez uno.
En mi casa nunca hubo libros hasta que, de un día para otro, mi padre instaló una bien provista biblioteca que incluía desde los rusos a los beatnik, desde las obras completas de Giovanni Papini a cada una de las novelas de Ciro Alegría. Y nunca supe si la compró en algún remate, la heredó de algún pariente o la desempolvó de algún ropero oculto. Sí recuerdo que siempre hablaba de la mitológica biblioteca de su padre, mi abuelo, que había sido irremediablemente perdida en los múltiples destierros y allanamientos a los que fue sometido por su calidad de luchador social en el Perú de los años treinta en adelante. Una biblioteca que parecía algo así como el paraíso perdido de su propia infancia limeña y que es probable que, sin conocerla, despertara también en mí el deseo de recuperarla. Y un día regresé del colegio y me encontré con esa biblioteca ya armada, meticulosamente ordenada y demasiado expuesta a la mirada de los visitantes, según me parece ahora. A mí me intrigaban esos libros, pero nunca me acerqué demasiado a ellos, una especie de pudor infantil me lo impedía, quizás el miedo de romper con algún secreto íntimo de mi padre.
Hasta que aquella tarde de la pataleta sentí la urgencia de tener por fin un libro mío, el primero, al cual pudiera tener acceso sin restricciones, acariciar la suavidad de su portada sin pudores, hojearlo y ojearlo y, por qué no, tal vez hasta leerlo de vez en cuando. Mi madre me miraba sin decir una palabra, incluso diría que un tanto asustada, hasta que al final se encogió de hombros y entró a comprar el libro.
Y al poco rato yo ya estaba encerrado en mi pieza, con mi libro como única compañía. Se llamaba Nueva antología poética universal y había sido recién publicado por Ediciones Delfín. Ahora pienso que el precio debió representar un desembolso importante para mi familia, en medio de la crisis económica de mediados de los setenta. Una época llena de confusión y miedos, en la que intentábamos aprender a duras penas las estrategias mínimas de la sobrevivencia. Quizás siempre sea así con los libros, pero de algún modo esa selección poética realizada por Juan Aldea y Enrique González llegó para poner orden en mi vida: su ordenamiento temático – La religión, La naturaleza, Populares, etc.- parecía un pequeño cajón de herramientas desde donde podía sacar lo que la vida me fuera demandando. A la que primero recurrí, por cierto, fue a la sección denominada El amor, donde encontré un amplio arsenal de poemas muy cercanos a las canciones de Camilo Sesto y Lucha Reyes que se escuchaban en mi casa. Cosas como: “Pues bien, yo necesito/ decirte que te adoro,/ decirte que te quiero/ con todo el corazón”, de un tal Manuel Acuña, mexicano. También había textos de Lord Byron, de Efraín Barquero, de Li Tai Po, pero a mí no me interesaban demasiado. Después vino La patria, con Fernando Alegría, Rafael Alberti y Pablo Neruda entre otros; y más tarde El dolor, con Antonio Machado, Oscar Wilde y César Vallejo, y así, para cada momento fui encontrando el compartimento adecuado, como si ahí estuvieran todas las respuestas que necesitaba.
En alguna de mis múltiples mudanzas le perdí la pista, hasta que hace poco lo encontré arrumbado junto a otros libros, al fondo de una humedecida caja de cartón. Y aquí lo tengo ahora, frente a mis ojos: le faltan las tapas amarillas, el lomo está ajado, con unos delfines que comienzan a borrarse; la primera página está sucia, con unas manchas que me resultan indescifrables y con sus hojas interiores que comienzan a ponerse opacas. En las próximas horas me dispongo a revisar el contenido de la sección denominada El hogar y la infancia.
Luis López-Aliaga.
Saludos desde Puerto Montt.
Te acuerdas de Puerto Montt, con Bonino.