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Es cierto que la tecnología y las redes sociales no lo es todo, y que las
grandes movilizaciones ciudadanas del último tiempo, por la democracia en el
norte de África, por la calidad de la democracia en España, por el fin de la narcoguerra en México y en contra del
Proyecto Hidroaysen en Chile, no son causados por las tecnologías, pero es
evidente que los movimientos ciudadanos son potenciados y acelerados por estos
medios.

La primera evidencia que en gran medida son estos medios los “culpables” de
estas movilizaciones, es el escepticismo a toda prueba y la sospecha permanente
que siembran y profieren las personas en situaciones de poder, desde distintas
instituciones.

Así como todo país necesita policía y fuerzas armadas, pero los tienen bajo
estricto sometimiento y vigilancia de la ley, lo mismo es necesario con los
gobernantes, representantes políticos y las diversas instituciones de poder en
la sociedad, que siempre han sido creadas para el bien de los ciudadanos, pero
una vez funcionando crean intereses propios que pueden volverse en la mayoría
de los casos, no coincidentes (si no contrarios) a los intereses ciudadanos.

Efectivamente, la crisis de credibilidad de las instituciones políticas y de
los políticos, viene de antes de la web 2.0, pero justamente es esta la buena
noticia: antes quedaba quejarse en el café, consumir medios de noticias que
sospechamos comprometidos con intereses dudosos, o afiliarse a un partido que siempre
está lejos de lo que buscamos y se acerca más a lo que criticamos. Ahora
podemos expresarnos y demostrar rápidamente que somos miles y millones los que
pensamos igual y repudiamos decisiones de los poderosos. De ahí a
autoconvocarnos en la calle, sólo un paso.

Ha coincidido una pérdida de credibilidad de todas las instituciones que
antes regían nuestra sociedad (y nuestras conciencias) con una activación de
los ciudadanos por repudiar y pedir transformaciones democratizantes. Gobiernos,
parlamentos, partidos políticos, jueces, iglesias, sindicatos, ongs, fuerzas
armadas, policía, docentes, médicos, comercio, y una larga lista. Todos están
bajo sospecha y escrutinio de los ciudadanos.

Los medios sociales han aumentado la transparencia y desnudan los eternos manejos
turbios del poder, pero también permiten que los ciudadanos compartan su
indignación y se convoquen, sin recurrir a los iluminados que históricamente
nacen llenos de convicciones y terminan corrompiéndose en el ejercicio del
poder.

Es cierto que la democracia formal, como la conocemos, es el modo menos
malo de gobernarnos que hemos conocido. Pero no se trata de eliminar los
avances, como separación de poderes, elecciones libres, protección a los
derechos individuales y libertad de prensa, sino que se trata de avanzar a
mayor transparencia y sobre todo a mayor participación en las decisiones del
gobierno y la generación de leyes. Así como existe el voto electrónico, no hay
razón para impedir el aumento de participación en la toma de decisiones,
debates abiertos y dar cuenta ante los ciudadanos.

También es cierto que desde hace trecientos años, cada generación se ha
tomado el poder (pacífica o violentamente) en contra de grupos instituidos,
haciendo su aporte en el avance de la libertad y la justicia, y que una vez que
maduran el ejercicio del poder se transforman en grupos conservadores que más
temprano que tarde deberían ser desplazados por nuevos grupos, con ideas renovadas:
lo que se ha entendido por la izquierda y por la derecha ha ido evolucionando
en los siglos. Estamos en ese momento.

El desafío, sobre todo para los liderazgos políticos progresistas (de
izquierda o centro izquierda, que los de derecha son caso perdido), es que ya
los ciudadanos no esperan “ideas” redentoras ni liderazgos iluminados que saben
ante sí qué es lo que las masas debemos obedecerles sin consulta. Por el
contrario, y a riesgo de debilitar la democracia, lo urgente es que los líderes
progresistas y sus partidos transformen su estilo de liderazgo, sus prácticas
políticas, no teman a la participación, promuevan la transparencia, sean más
modestos ante lo que “el país necesita”, y sobre todo escuchar a los
ciudadanos.

Por último,
otra buena noticia, que los poderosos no acepten este diagnóstico ya no importa
demasiado, su suerte está echada.