Enjambre – Manuel Tironi. La innovación depende de muchos factores. Educación, cultura emprendedora, infraestructura, tecnología, capital de riesgo, creatividad, I+D, universidades y gobiernos son algunos de ellos. Pero, ¿y el territorio? ¿Es el territorio un catalizador de la innovación o de sus requisitos? ¿Qué rol juega el espacio en la incubación y difusión de la innovación?

Estas preguntas rondan los departamentos de economía, geografía y urbanismo (y últimamente de antropología, management, ciencias cognitivas) al menos desde fines del siglo XIX. Y la respuesta, con todo el peso de la evidencia acumulada, es contundente: sí, el territorio importa –y mucho- a la hora de producir innovación.

En cien años de investigación las aproximaciones al tema han sido muchas y diversas, desde las primeras teorías sobre los clusters hasta las últimas nociones de la ciudad creativa –pasando por la teoría de los milieus innovadores y la learning region. Todas, sin embargo, han reforzado la certeza de que la innovación requiere de un lugar para formarse y desplegarse. Hagamos un paneo rápido sobre algunas ideas claves.

La proximidad espacial de agentes económicos crea las condiciones idóneas para que la innovación nazca y fluya. La concentración espacial facilita el feedback de información, la imitación virtuosa, la especialización productiva y la competencia, así como la distribución de costos, las economías de escala y la formación de mercados laborales especializados compartidos.

Sin embargo, el territorio no es sólo una delimitación física que fuerza la aglomeración. El territorio es un complejo sistema compuesto por culturas locales, instituciones, sistemas de valores y agentes de diverso tipo. Esta es la idea de milieu: la innovación no emerge de la pura proximidad espacial entre las empresas, sino del entorno del cual esta aglomeración es parte. Y este entorno está formado por un ensamblaje único entre productividad, identidad, especialización, historia, arquitecturas políticas y paisaje.

Un ejemplo clásico es la idea de ‘buzz’ o ‘atmósfera’ industrial. El ‘buzz’ es ese murmullo etéreo e intangible que guía el quehacer de las empresas y que está formado por un mix entre conocimiento tácito, rumores, relaciones informales y saber técnico. Este ‘buzz’ ha demostrado ser fundamental para que la competencia dentro de un cluster o distrito no termine en fratricidio sino que, por el contrario, devenga cooperación, complementariedad y, finalmente, innovación.

Lo interesante es que este ‘murmullo’ no es capital de una firma, ni tampoco del cluster del que ésta forma parte, sino que del delicado e irrepetible entramado que el cluster establece con el espacio local en el que se asienta: esta atmósfera se cocina a fuego lento y si bien las empresas son un ingrediente esencial, sin los aportes del contexto espacial general el potaje no logra su consistencia necesaria. Varios estudios han mostrado que el ‘buzz’ se pierde por completo cuando un cluster se relocaliza (incluso cuando lo hacen todas sus firmas), y ya es famoso el rol jugado por la ‘cultura californiana’ en las dinámicas que hacen de Silicon Valley lo que es (un lugar muy distinto al, por ejemplo, conglomerado hi-tech sobre la Route 128 en Massachussets).

Aquí las enseñanzas son varias. Primero, que el territorio –léase la región, la ciudad, la comuna, el distrito- es efectivamente un factor a tomar en cuenta a la hora de pensar cómo generar innovación. Segundo, que la innovación no se manufactura, sino que está anclada en un complejo sistema local. O, lo que es lo mismo, la innovación no es sólo una cosa de futuro, sino también de memoria, identidad y patrimonio (social, cultural y físico). Y tercero, no existe “la” innovación, sino que innovaciones en plural, y que antes de intentar replicar lo sucedido en Baden-Baden, el Randstad o Emilia-Romagna, nuestros policy-makers mejor harían buscando en sus propios territorios los recursos endógenos para crear innovación, nuestra propia innovación, la única innovación posible.