Me marcó vivir por algunos años en dos países con tanta fuerza como México y España. Ambos tienen tanto que decirnos. Los países ???o por lo menos, las ciudades- tienen olores particulares. La cultura de cada lugar, más que libros, me trae estimulantes aromas, colores, sonidos. En España, Cáceres, Badajoz, Barcelona, Sevilla y la magia de Granada.

Por ahora hablemos de México, Monterrey, Guadalajara, el océano en las montañas que es el DF. Cada ciudad me trae recuerdos de recorrerlas, vivirlas. Ciudad de México es una mezcla confusa de primer mundo, de edificios de cristal, barrios residenciales, comercio cosmopolita, clásicos rincones coloniales, pero también salpicada de mercados indígenas, como el Mercado de La Merced, cuyo origen se pierde más allá de la frontera de la memoria, donde señores en traje de negocios tranquilamente en la calle se alimentan de recetas milenarias, aromáticas y coloridas.

El DF tiene color de pimientos y de la más vasta diversidad de chiles. Tiene de fiestas continuas y de comidas de negocios interminables. Tiene de raza viajando en metro, camión o bocho, colgando la vida de ida y de vuelta a sus chambas, pero sin perder la alegría y la cordialidad, así "jodidos pero contentos", que la vida es para disfrutarla. Por eso la fiesta es hasta el fondo. No hay mayor multitud que viernes de quincena por Insurgentes, o donde quieras que te metas en el DF.

Visité el DF en Enero pasado, tres años después, y ahí estaban todos sus aromas y colores. El DF tiene olor y color de mercadillo, y eso se extraña. El tibio frío del invierno, el húmedo calor del verano, la atmósfera eléctrica y el chaparrón de cada atardecer, la frescura del paseo nocturno. Hay que reivindicar el nombre de Ciudad de México. No quiero exagerar, pero escribo México y me sale "máxico", de veras.