emol. El triunfo del senador negro en las primarias del Partido Demócrata en EE.UU. Barack Obama, llegó gracias a una organización que redefinió la manera de hacer campaña y se convirtió en un modelo de utilización efectiva de internet, redes sociales y un imprescindible: el mismísimo mensaje. Obama ya está haciendo historia; y sus primeros capítulos ya están escritos. ¿Cómo lo hizo? La pregunta surgió cuando comenzó a parecer seguro que Barack Obama sería el candidato del Partido Demócrata a la presidencia de Estados Unidos. Cuando fue un hecho, y cuando, días más tarde, Hillary Clinton anunció la suspensión de su carrera, le pregunta se hizo urgente. ¿Cómo llegó un senador debutante, negro, desconocido para la mayoría del país hasta hace un año, con un nombre “raro” y un apellido casi igual al nombre terrorista más odiado en Estados Unidos, a derrotar a la senadora que llevaba el apellido más poderoso de su partido en los últimos 15 años? Hace seis meses, Hillary Rodham Clinton tenía 30 puntos de ventaja sobre Barack Obama en las encuestas. Hoy ya se habla del fin del “clintonismo”, del surgimiento del “partido de Obama” y de una nueva manera de hacer campaña política. ¿Cómo lo hizo? Por Francisco Aravena


La respuesta puede extenderse tanto como las infinitas horas de transmisión de los canales de cable de la televisión norteamericana, con expertos, analistas y reporteros diseccionando cada paso de la campaña. Pero puede reducirse a un poco más de un par de factores fundamentales: uno, el candidato. Barack Obama no es el primer candidato carismático que invita al electorado a tener esperanza, pero es el primero en mucho tiempo que ha logrado transformar su capacidad inspiracional y su fenómeno en votos reales. Dos, el equipo: efectivo y autónomo para lograr cada meta local, pero, al mismo tiempo, alineado con un diseño central. Tres, y quizás más determinante, el financiamiento, con un modelo que privilegió la multiplicidad de donaciones a pequeña escala, en lugar de los pocos grandes contribuyentes de gordas billeteras.

Hay cosas que una persona no puede elegir. Barack Obama no escogió, por ejemplo, nacer de un matrimonio mixto, de un padre africano que llegó becado desde Kenya y una madre blanca y texana con un cierto gusto por la diversidad cultural. Pero Obama sí pudo elegir contar, y cómo contar, su extraordinaria historia. Ha escrito dos memorias –Dreams of my father (2004) y The audacity of hope (2007)– que se han transformado en bestsellers. Su biografía –con su infancia multicultural, su paseo por las drogas, su llegada a la elite intelectual gracias a sus méritos personales y su retribución a la sociedad en la forma del servicio público– es un bocado obvio para quien quiera resumir en una sola persona el sueño americano. Pero transformar ese capital en un activo electoral es otra cosa.

Ahí entra en escena David Axelrod, un nombre imprescindible en esta historia. Axelrod –un hijo de una familia intelectual y progresista neoyorquina– era un reportero del Chicago Tribune hasta que en 1984 decidió aventurarse en la política como consultor independiente. Conoció a Obama hace 16 años, cuando el ahora senador trabajaba en Chicago en una campaña para inscribir votantes. Desde entonces, Axelrod ha seguido a Obama, no sólo asesorándolo en sus campañas, sino registrando cada momento importante de su carrera.

Ya con otras candidaturas –como la de Howard Dean y la de John Edwards en 2004–, Axelrod había visto cómo un fenómeno de popularidad fracasaba en las urnas. Ahora sabía que el mensajero era la encarnación misma del mensaje: “Él es su propia visión”, resumió el estratega. Axelrod llamó a terreno a su socio, David Plouffe, y junto al candidato aplicaron una de sus máximas: hacer de la biografía de Obama parte fundamental de la idea fuerza. Si conducían una campaña tradicional, Hillary los aplastaría en base a su fama, su experiencia, su dominio del establishment del partido y su base financiera. En cambio, hicieron del “defecto” una virtud: Obama no tenía experiencia en las calles de Washington, pero sí como organizador social en las calles pobres de Chicago. Había estado lejos del Capitolio y eso era un mérito.

No ser favoritos les permitió partir de cero, según comentó el mismo Obama a la revista Time, hace un par de semanas. “No teníamos mucha presión”, dijo. “Con todo el entusiasmo que rodeó el camino a la carrera, si mi campaña se desinflaba iba a ser una vergüenza”, reconoció. No ser una “apuesta segura” les garantizaba otro elemento: el compromiso de quienes se involucraban. “No eran mercenarios que sólo querían asociarse; creían en la campaña”, comentó Obama a Time.

Sus mandamientos de campaña eran claves. Primero, una carrera sin dramas: “que todos subordinaran sus egos a la meta superior. Eso me incluía a mí”, dice. Ello significaba que a lo largo de todo el proceso, no se supiera de luchas internas, renuncias ni intrigas. Lo meritorio fue que, lo lograran (en contraste con lo que sucedía con Hillary Clinton). Su equipo no sólo logró la sintonía con un mensaje que se mantuvo invariable –el cambio, la esperanza, el futuro–, sino la mezcla del experto Axelrod, el eficiente Plouffe –a quien se le atribuye el éxito en Iowa, la primera votación que hizo posible todo lo demás– y un grupo de asesores bien conectados en el establishment político, junto con un ejército de jóvenes, muchos de ellos voluntarios, decididos a reclutar, a convencer y a recaudar.

La campaña no sólo fue un modelo de disciplina; también de ahorro: desde la paga de sus sueldos (sus directivos ganaban la mitad que los de Clinton) hasta los costos de operación. Por ejemplo, los activistas llevaban su propia comida, y cuando se movían en metro se les reembolsaba el pasaje, como estímulo. Además, sus oficinas locales eran financieramente autónomas, gracias a un diseño que les permitía recaudar sus fondos a través de pequeñas, pero constantes donaciones. “Estaba convencido de que la gente respondería si hacíamos un esfuerzo por construir una buena organización de base”, dijo Obama a Time. “Lo que no anticipé fue cuan efectivamente podíamos usar internet para recoger a esa base. Y ésa creo que fue una de las grandes sorpresas de esta campaña: lo poderoso que son los mensajes fusionados con las redes sociales y el poder de internet”.

Los problemas son oportunidades. Pero, en el caso del modelo de organización y de financiamiento del que se nutrió la campaña de Obama, la historia da para cuento de hadas. Según él, la base teórica la aprendió antes de internet, porque se trata de un principio básico de la organización comunitaria: hacer que la gente se involucre y trabaje. No es gratuito que su grito de guerra fuera “Yes we can” (“Sí podemos”), y no “Sí puedo”.

Pero lo más determinante en esta parte del modelo tuvo que ver con dos “problemas”: primero, la necesidad de ampliar las fuentes de donaciones que enfrentaron los demócratas tras una reforma a la ley de financiamiento electoral que ponía límites para las donaciones particulares. Segundo, la crisis de las “punto com”, que obligó a las compañías de tecnolgía a buscar nuevos modelos de ingresos. El puente entre una cosa y otra estaba dado por una nueva clase de contribuyentes demócratas que había surgido tras las derrotas electorales de 2000 y 2004: los millonarios de Silicon Valley, empresarios más jóvenes, ansiosos de intervenir en el proceso, y con una mentalidad de negocios absolutamente distinta.

Y no sólo se trataba de millonarios, sino también de los profesionales acomodados ligados a esos negocios. La idea era usar el modelo que habían adoptado los fabricantes de software: en lugar de cobrar mucho por el programa, pedían menos, pero continuamente, a modo de suscripción. Lo mismo aplicaron para los dineros de las campañas políticas, con notable éxito en las parlamentarias de 2006, que significó el regreso de los demócratas al control de ambas cámaras del Congreso.

Obama parecía hecho a la medida de esa mentalidad. En su campaña no sólo se aplicó ese modelo de donación, sino que se llevó al máximo la capacidad recaudadora de internet, teléfonos celulares y eventos; donar dinero (comprando llaveros de 3 dólares o poleras de 25 enviando mensajes de texto o “suscribiéndose” a través de su página, por ejemplo) se hizo fácil hasta para quien no tenía plata. Además, se hizo fácil para los voluntarios –y los donantes– multiplicarse de la misma manera en que han proliferado los contactos de las redes sociales por internet tipo Facebook: la gente responde mejor a los mensajes cuando vienen de alguien que conoce.

Reconociendo el éxito de sus rivales, la campaña de Clinton –que después del “supermartes” de febrero estaba quebrada– trató de subirse al carro. Era demasiado tarde. “Ella corrió la mejor campaña posible en el viejo modelo”, comentó un especialista a The Atlantic Monthly. “Y fue derrotada por un debutante”.

En 2004, la campaña del ex gobernador de Vermont, Howard Dean, en las primarias demócratas marcó un camino: internet podía ser muy útil para transformar un candidato desconocido en un fenómeno. Pero la campaña de Obama –y quienes se fueron sumando a ella–, llevaron las cosas a otro nivel. “Si nosotros fuimos los hermanos Wright, ellos son la misión del Apollo”, comparó Joe Trippi, el jefe de campaña de Dean, a Time.

Con Obama ha irrumpido un nuevo modelo de hacer campaña. Si ese modelo lo lleva a la Casa Blanca después de las elecciones del 4 de noviembre, está por verse. Pero cuando todo el ruido, los globos de colores y el juramento solemne queden en el pasado, de seguro permanecerá al menos una estela de estudiosos tratando de descifrar la manera de aplicar el modelo a otras campañas, de otros candidatos, en otros países. Para un hombre a punto de cruzar el umbral de la historia, ésa es otra manera de escribirla.