Chile y el dilema del desarrollo:
Riqueza versus felicidad

Eugenio Tironi
Quepasa (19 Marzo 2005)

Aunque en los últimos 50 años Gran Bretaña y Estados Unidos han logrado un crecimiento económico sin precedentes, sus índices de felicidad se estancaron. ¿No estará Chile entrando a esta nueva etapa, donde la tasa de felicidad pasa a emanciparse de la riqueza? ¿Está el país condenado a seguir el curso de los países ricos? El sociólogo y autor del libro “El sueño chileno. Comunidad, familia y nación en el bicentenario” analiza uno de los grandes desafíos que esconde el progreso.

En un número reciente de la revista británica Prospect, Richard Layard -un destacado intelectual del Partido Laborista- señala que el deseo de ser felices es central a nuestra naturaleza, pero que, curiosamente, en los últimos 50 años las tasas de felicidad están estancadas en Gran Bretaña y los Estados Unidos, pese a un crecimiento económico sin precedentes. Es más, lo que se observa son niveles cada vez más altos de depresión, crimen y otros indicadores de malestar, no obstante tener mejores casas y autos, disponer de más vacaciones, contar con mejores trabajos, tener mejores servicios de salud, etc. Esto va en contra del pensamiento económico convencional, según el cual la mayor disponibilidad de bienes debiera hacernos automáticamente más felices.

¿Qué explicaría esta disonancia entre la situación material de las personas y su tasa de felicidad? Es un hecho que los habitantes de los países ricos son, en términos absolutos, más felices que aquellos que viven en los países pobres. Pero la tesis del autor es que, una vez que se alcanza un nivel básico de bienestar, ya superadas las principales insatisfacciones materiales, la felicidad ya no tiene que ver con el mayor ingreso de las personas, sino con la calidad de las relaciones que mantenemos unos con otros. Es más: seguir con la búsqueda obsesiva de más y más ingresos tiene como resultado un empobrecimiento de las relaciones humanas -familia, amigos, comunidad-, lo que trae consigo el deterioro de la tasa de felicidad. Esto sería, en efecto, lo que está ocurriendo en los países desarrollados.

¿No estará Chile -o segmentos de Chile, porque una sociedad nunca es homogénea- entrando aceleradamente a esta nueva etapa, donde la tasa de felicidad pasa a emanciparse del crecimiento económico y la riqueza?

El artículo comentado agrega que, según diversos estudios, los factores claves en la felicidad de las personas son los siguientes: la familia y la vida personal, en primer lugar; muy cerca, el trabajo y la comunidad; luego la salud y la libertad; y, finalmente, el dinero. Este último contribuye a la felicidad siempre y cuando sirva al que lo posee para marcar un status superior. Lo que la gente más quiere, afirma Layard, es respeto; y busca un mayor estatus socio-económico porque siente que éste le garantiza el respeto de los demás. Aquello de que el dinero no produce la felicidad, pero ayuda, se confirma una vez más que encierra una profunda verdad.

Ahora bien, si se miran los indicadores señalados, en particular la familia, la comunidad y el trabajo, ellos han experimentado profundas conmociones en el Chile de los últimos 20 años como efecto del acelerado proceso de modernización en que el país ha estado comprometido. Esto por cierto ha debido afectar los índices de felicidad de los chilenos y chilenas.

Pongámoslo así. La familia y el espíritu comunitario han sido sometidos a una presión extraordinaria por efecto del avance de la individualización y de la extensión de las relaciones de mercado -procesos que se han desplegado en forma ruda y con escasas contemplaciones, para decirlo cortésmente. Las tensiones en la familia, el enfriamiento de los nexos de amistad, o el debilitamiento del sentido de pertenencia, forman parte de un mismo fenómeno que no es responsabilidad de autoridades “relativistas” o de corrientes “liberales” o “faranduleras”, sino, simplemente, del avance de la modernización.

La modernización nos ha permitido -no a todos, por cierto, dados los abismales grados de desigualdad que tiene Chile- alcanzar mayores niveles de bienestar y, con ello, ser más felices. Sin embargo, una vez alcanzado cierto umbral, su tasa de retorno, en términos de felicidad de las personas, se va haciendo decreciente. Hoy, cuando el proceso de modernización ya parece consolidado, y ha mostrado sus luces y sus sombras, muchos chilenos experimentan el miedo ante la fragmentación que resulta del mercado, de la individualización y de la globalización; el desconcierto ante una institución familiar sometida a una verdadera revolución silenciosa; la ansiedad ante el hecho de no contar con una comunidad capaz de acompañarlos y gratificarlos en el cambio constante al que se ven sometidos, o de acogerlos y reconfortarlos en caso de dificultades. Por lo que no sería raro que en Chile comencemos a experimentar el mismo estancamiento en las tasas de felicidad que se ha observado en el mundo desarrollado en los últimos 50 años.

La situación que está viviendo Irlanda -convertido en país-icono para la elite chilena, mencionado hasta el hartazgo en cualquier conferencia que hable sobre lo que nuestro país debiera llegar a ser- puede ser ilustrativa de lo que nos espera. Irlanda es el país de mayor crecimiento económico en Europa -y quizás del mundo- en los últimos años. En menos de una generación pasó de ser una nación pobre, marginal, de la cual su población huía a raudales, a ser un país rico y admirado. Pues bien, como lo consigna un artículo publicado en El Sábado -cuya fuente es el New York Times-, actualmente se disparan el suicidio, el divorcio, la droga, el estrés, el alcoholismo, el exhibicionismo; mientras al mismo tiempo se deteriora su sentido de identidad y de comunidad. Irlanda necesitaba superar la pobreza, y lo logró; pero surgen nuevos problemas, y de tal naturaleza, que probablemente conducen al estancamiento de su tasa de felicidad.

¿Está condenado Chile a seguir el curso de Irlanda o de los países ricos, o puede intentar al menos un tipo de desarrollo que no conduzca a esos callejones sin salida? En el plano medioambiental lo está intentando, con políticas que buscan evitar que su destrucción sea el precio a pagar por el crecimiento económico. Algo semejante habría que hacer respecto a la felicidad, definiendo su incremento como un objetivo central de las políticas públicas.

En tal perspectiva, esas políticas debieran integrar a su núcleo medidas para reforzar las relaciones en la familia, en el trabajo y en la comunidad en general. Layard sugiere que esto debe incluir aspectos tales como la protección de la familia a través de un sistema laboral y educacional más amigable hacia ésta; la inclusión en la escuela de cursos sobre responsabilidad parental; una política activa antidesempleo, por los efectos perversos que éste tiene sobre los adultos; crear relaciones más comunitarias al interior de la empresa; prestar más atención a las enfermedades mentales, que son una fuente sorda y creciente de sufrimiento de las personas y familias; y sobre todo, cultivar (partiendo por la escuela) el sentimiento de comunidad y el concepto de bien común, y no permitir que el único objetivo sea el individuo y el desarrollo de sus potencialidades.

Tengo la impresión que en el Chile de hoy, donde la modernización ya resulta un logro compartido y no parece ya en peligro, la cuestión de la felicidad adquiere un lugar central, como lo revela la revalorización en todos los planos de las relaciones comunitarias, lo que se ha traducido -por ejemplo- en la selección de un estilo de liderazgo menos volcado a la reforma de las estructuras o sistemas y más volcado a la convivencia y el bienestar de las personas. Lo congruente con esto sería que, en la campaña electoral que se ha iniciado, los programas de quienes aspiran a la Presidencia de la República incluyan, como aspiración central, elevar la tasa de felicidad de los chilenos y chilenas, y propongan las formas concretas -que ya está visto, van más allá del crecimiento económico- para alcanzar este objetivo.