Quizás ya no pueda escribir sobre mis recuerdos de Lisboa. No lo creo, porque es una de las ciudades que me cautivó desde que vi la película Historias de Lisboa, en la cual conocí a uno de los grupos musicales con más magia que se pueda imaginar, Madredeus. Decía que quizás ya no escribiría porque leyendo a este agudo Luis López-Aliaga se hace difícil lidiar con el pudor:

Lisboa es un sentimiento

Lisboa
Por Luis López-Aliaga

Si sólo pudiéramos contar con una palabra que nos identifique, que dé cuenta de aquello que somos como individuos y como sociedad, quizás no estaríamos empantanados en esta ridícula adolescencia de falso cosmopolitismo. ¿Existe esa palabra en algún rincón de nuestro hablar diminuto? Me lo pregunto mientras leo el Libro del desasosiego de Pessoa, esa terrible y penetrante guía que todo visitante de Lisboa debiera llevar bajo el brazo.

Una palabra que atraviese millones de historias personales, en este y todos los tiempos, que se cuelgue de una melodía repetida hasta el desgarro, que habite los textos de los buenos y de los malos poetas, que se asome por los balcones arábigos como una bandera patria o como ropa colorinche secándose con la brisa marina. Algo así como la saudade portuguesa, por ejemplo. Término intraducible, no se trata de mera nostalgia, de melancolía o de añoranza, aunque las incluye. Vecina de la morriña gallega, es un pasado y un estar en el mundo, la historia emocional de un pueblo, aquella parte que la Comunidad Económica Europea no sabe en qué capítulo de sus acuerdos comerciales incluir. Como señalaba Duarte Nunes del Leao ya por 1606, “no hay lengua en la que de igual manera se pueda explicar, ni siquiera con una gran cantidad de palabras, de tal modo que se manifieste bien”.

El caso es que en medio de la fiebre viajera que la pujanza económica ha despertado entre nosotros, hablar de Lisboa se ha convertido en un lugar común, pequeña escarapela en nuestra solapa de mundanos sin mundo. Pero nadie puede hablar de Lisboa, porque Lisboa no existe.

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Lisboa es un invento de los portugueses, de uno sobre todo, aquel que fue capaz de fingir que era dolor el dolor que de verdad sentía. Y nadie puede siquiera intuirla sin recurrir a la saudade, ese sentimiento que es casi una religión, la religión del “saudosismo”, como la denominó Teixeira de Pascoaes en El espíritu lusitano. Como todas las verdaderas ciudades que no existen, uno sólo está en Lisboa cuando ya no está en Lisboa. Como Nueva York, como Génova, como Montevideo. “¡Hay tan poca gente que ame los paisajes que no existen!…”, dice Pessoa en “La hora absurda” y es como si lo cantara en una taberna lisboeta. Porque si es cierto que las cartas de amor, como el amor, son siempre ridículas, es porque tras ellas se esconde una impostura, un fingimiento, la imposibilidad de la palabra para penetrar en lo más hondo del corazón humano sin traicionar aquello que se nombra. Por eso la saudade es más que una palabra, es toda una ciudad con sus casas acodadas sobre las colinas, sus calles estrechas y empedradas, sus ríos y sus escaleras, sus tranvías y su aroma portuario. Síntesis de una manera de estar en el mundo, incluye paisaje, poesía, música, todo: es “la forma lusitana de la creación” en palabras de Leonardo Coimbra. Y si es triste, lo es sólo en su dimensión creadora, un duelo sensual que no pasa nunca porque no tiene una razón específica, la existencia misma es su causa. Una fuerza que logra hacer presente lo ausente, sobre todo cuando lo ausente no tiene palabras para manifestarse. Es un sentimiento de inconformidad, pero también de deseo y de amor, en tanto el amor conserve algún potencial creador, de poiesis. Esa es la dimensión de esperanza y de futuro que también esconde la saudade. “Es un mal del que se gusta y un bien que se padece”, al decir de Manuel de Mello.

Y resulta curioso que Pessoa, en su aislamiento, en su soledad radical (“vivo una continua sensación de incompatibilidad profunda con las criaturas que me rodean…”) haya logrado una identificación tan honda con la manera de sentir y de estar del pueblo lusitano. Pero es así, porque leyendo el Libro del desasosiego se tiene la sensación de estar escuchando un interminable fado, ese canto que es también un llanto monótono que se clava en el esternón y perfora poco a poco hasta instalarse al lado izquierdo del pecho, como una sanguijuela. De origen marítimo, el fado conserva el vértigo de un naufragio. El Libro del desasosiego es entonces un fado existencial, fragmentario y lúcido, que en su conjunto expresa un mismo sentimiento reiterado hasta el dolor de muelas: “La vida puede ser sentida como una náusea en el estómago; la existencia de la propia alma, como una molestia muscular…”. A modo de diario o de canto sostenido en el tiempo con leves matices, escuchamos en su radicalidad el devenir desolado de más de veinte años de introspección sin contemplaciones, sin mimos, aferrado apenas a la tabla húmeda del alcohol y la literatura: “La vida práctica siempre me ha parecido el menos cómodo de los suicidios”.

A setenta años de su muerte, Pessoa sigue encarnando un sentimiento que se asienta en Lisboa como en una ciudad imaginaria, móvil, que en sus desplazamientos va tocando otras costas, en otros continentes. Porque en algún sentido y más de alguna vez en la semana somos todos portugueses.