elpais. En Malawi, (google.maps) sobrevivir
es ya una hazaña, pero William Kankwamba no es de los que se resignan. Ha
construido un sueño: un molino que da luz a su pueblo. Apenas hay fotos de él,
pero en África se ha convertido en un héroe. Kasungu (Malawi), el futuro es muy
oscuro. Los niños tienen escrito el destino en la frente: trabajar la tierra,
como sus padres y como los padres de sus padres… Con suerte, si la sequía no
les aniquila el maíz, los granos de soja o el tabaco, comerán. Si no, se verán
obligados a reducir las raciones a una al día y… de forma escasa. Pero hay
jóvenes que no parecen dispuestos a resignarse a ese incierto porvenir. Como
William Kankwamba, nacido en 1987, el chico que en mitad de esa oscuridad
perpetua quiso emular al gran Thomas Edison e hizo la luz en su pueblo para
asombro de los suyos. Lo consiguió casi solo, sin haber visto en su vida un
iPod y sin saber lo que era navegar por Internet. Con la imaginación, el sueño
y el arrojo que le llevó a construir un invento propio: el molino rudimentario
que le ha convertido en el héroe de su barrio y ahora de todo un continente. Por Jesús Ruiz Mantilla

Malawi en YouTube

En una de esas cosechas mal dadas, su madre estaba muy
preocupada por él. “Como no engorde, va a llegar una ráfaga de viento y va
a borrar a William de la tierra”, pensaba la mujer. Aunque muy mal tienen
que darse las cosas en Malawi para que al menos no te falte una ración de nsima
en la mesa, esa mezcla cocinada de agua y maíz que basta a la mayoría de
sus conciudadanos para ir tirando.

Con eso le sobró al joven e inquieto Kankwamba para revolucionar
su pueblo. Fue un arranque de rabiosa curiosidad e inconformismo lo que le
empujó. Como les suele ocurrir a todos los constructores de sueños. Estaba
harto de que en su país no prendieran más que desgracias relacionadas con el
hambre y el sida, que afecta a más de un millón de habitantes y ha acabado con
la vida de cientos de miles.

No se resignaba, a sus 14 años, a heredar la vida de su padre,
que debía mantenerle a él y a sus seis hermanas con los cultivos y la ayuda de
unas cabras y unos pollos; pendiente siempre de los partes meteorológicos y la
subida del precio de los fertilizantes. William necesitaba hacer algo grande.
No en el sentido de los mandatarios de su castigada tierra, que acudían a su
comarca en busca de votos con los métodos más rastreros.

Habían salido de una época de terror con un tirano como Kamuzu
Banda, que amedrentó Malawi entre 1963 y 1997. Pero a éste le sucedieron otros
mucho menos sangrientos pero igual de populistas. Como Bakili Mulufi, quien en
plena campaña prometió zapatos para todos. Cuando ganó y le pidieron cuentas
respondió: “¿Cómo pensabais que iba a saber el pie que calzáis cada
uno?”.

En ese sentido, William Kankwamba no quería destacar. Deseaba
hacer algo más útil. Encontró el camino en la biblioteca de la escuela de
Kanchocolo, como cuenta él mismo en un libro que está terminando con su
experiencia y que se titula El niño que utilizó el viento. Por suerte,
el suyo no era uno de tantos colegios cerrados en Malawi por ausencia de
profesorado. El sida, por ejemplo, ha matado ya a 80.000 maestros y muchos
centros han tenido que cerrar por ello.

La bibliotecaria puso en sus manos algo que cambiaría su vida:
un manual práctico que se titulaba Using energy. En él se explicaba el
funcionamiento de un invento del que William nunca había oído hablar: los
molinos de viento. Su primera impresión al ver las fotografías fue
completamente quijotesca: “Esas altas torres blancas, que giraban como
ventiladores gigantes”. Además, en ese libro descubrió una verdad
reveladora: “La energía nos rodea todos los días. A veces, lo único que
necesitamos es reconvertirla en algo que nos resulte útil…”.

SÓLO AQUELLA AFIRMACIÓN, tan tajante como sugerente, le
disparó. Además, según pudo leer, aquellos molinos proporcionaban luz y agua en
abundancia sin parar por países de Europa y Oriente Próximo, mientras que en
Malawi casi todo el mundo se acuesta cuando anochece. La razón es bien simple:
para muchos no existe más luz que la que proporcionan las lámparas de
queroseno. Y eso cuando uno se lo puede permitir, porque el combustible suele
estar por las nubes.

El molino podía convertirse sencillamente en la vida. Otra vida.
Pero por el momento no pasaba de ser más que un sueño. Un sueño que sacaría a
su pueblo de la pobreza, que multiplicaría su producción, que les haría la
existencia más fácil. Un molino era un tesoro. Un molino era la libertad.
Dispondrían de luz eléctrica y, lo que es más importante, proporcionaría agua y
riego para hacer más llevaderas las épocas de sequía. Así que William, sin
dudarlo, decidió algo tan lógico como delirante: construir uno.

Su inglés era rudimentario, así que se buscó un diccionario con
el que traducir aquel libro y otro titulado Explaining Physics sin
perder detalle. Cuando bebió toda la teoría empezó con sus experimentos. Hubo
varios intentos. Lo primero que hizo fue pensar en lo que necesitaba: hélices
que fabricó con PVC, un motor que las hiciera rotar, ruedas y algo que se
pareciera a un generador.

Cuando se puso manos a la obra, la familia y los vecinos
comenzaron a curiosear. “¿Qué juguete estás montando, William?”, le
preguntaban. Por más que les explicó lo que eran los molinos, pocos alcanzaban
a entender. Pero fue su madre quien menos comprendía aquella obsesión de su
hijo. Más cuando aquello para esta mujer era malgastar su tiempo y echar por
tierra sus estudios.

Lo más difícil de construir fue el motor. Lo sacó de una radio a
la que enchufó unos cables en el lugar de las pilas. Cuando lo tuvo instalado,
su amigo Geoffrey, que había sido su cómplice en todo el proceso, le preguntó:
“¿Y ahora qué hacemos?”. La respuesta era fácil. “Esperar a que
sople el viento”, contestó William.

NO TARDÓ MUCHO EOLO EN APARECER. Y poco después de que
las hélices se pusieran en marcha sonó la música. Del aparato de radio
surgieron las voces de los Black Missionaries. (en YouTube) Era un paso. No necesitarían
gastar más pilas. Aquel primer experimento le dio moral para seguir con su gran
proyecto y disminuyó la desconfianza en la familia. Puede que el pequeño
William no estuviera perdiendo tanto el tiempo como creía su madre.

Ya no pensaban los chicos de su clase que se hubiese colgado
fumando chamba, ni siquiera cuando le veían rastrear en la basura
desechos que reciclar para su milagro. Resultaba crucial darse prisa. El país
comenzaba a reencontrarse con plagas de viejos fantasmas conocidos: el cólera,
la malaria y el hambre acechaban.

Tenía en su poder casi todo. Pero le faltaba algo básico. Una
rueda. Casualmente, su padre guardaba una que con el tiempo podía convertirse
en el proyecto de una bicicleta. Estaba apoyada en la pared de su casa.
Esperaba tiempos mejores, aquellos en los que pudiera repararse para
convertirse en un medio de transporte. Pero el tiempo pasaba y pasaba, y aquella
rueda no se movía. Su mera existencia carecía, pues, de sentido.

William, en cambio, tenía grandes planes para ella. Se la pidió
a su padre y la pregunta fue obvia: “¿Para qué la quieres?”, le dijo.
“Para conseguir electricidad”, respondió el chico. “Vas a
romperla y algún día la voy a necesitar”, le respondió su padre. Le costó
convencerle, pero finalmente lo logró. “Si te la cargas, echarás a perder
una bicicleta”, le advirtió. Pero había que arriesgarse.

Faltaba la dinamo. Y en eso apareció su amigo Gilbert. No se
habían visto en algún tiempo. Hacía días que no jugaban al fútbol con sus
amigos. Estaban ocupados ayudando a sus familias a conseguir comida sin tiempo
para divertirse con nada. Pero Gilbert era el más rico de la zona. Además,
creía tanto en el experimento de William que le prestó 200 kwacha para comprar
lo que necesitaba.

Con todo dispuesto, William construyó su artilugio en el campo.
Sus hermanos, sus primos, sus amigos se reunieron a darle ánimo con un deseo:
que aquel físico inventor autodidacto acertara y algún día apagaran la luz para
dormir. Reforzó con clavos la estructura de madera de bambú. Colocó la dinamo y
la rueda. Enchufó los cables a los motores rudimentarios. Movió las hélices
y… todo se iluminó.

No tardó cada habitante del pueblo en conocer la hazaña. Aquel
“helicóptero que hacía luz”, decían. El invento fue creciendo,
William acabó hasta cargando los teléfonos móviles de todo el mundo que se lo
pedía, y la fama de este chico de 19 años se expandió como el halo de luz que había
creado. Los periódicos empezaron a curiosear. Primero, el Daily Times
local; después, la prensa internacional. Todos relataban la historia de un
muchacho genial que consiguió el avance tecnológico más asombroso entre los
suyos.

Ahora ha viajado a Estados Unidos y termina su libro con la
ayuda del escritor Bryan Mealer. Su inglés es más que aceptable y hoy está
becado para comenzar este mes de septiembre un curso en la African Leadership
Academy de Suráfrica
, una escuela para mentes brillantes del continente que han
impulsado, entre otros, Nelson Mandela y Wangari Maathai, la keniana que
también ganó el Nobel de la Paz.

No ha parado de explicar su experiencia ante todo
tipo de expertos. Enseguida le buscaron de sesudos foros internacionales para
que explicara su invento. Se fue a Tanzania, por ejemplo, a una reunión del
Technology, Entertainment and Design (TED), donde dejó a los expertos más
infalibles alucinados. Le preguntaron: “¿Conoces Internet?”.
Respondió: “No”. ¿Para qué lo iba a necesitar? Él solamente quería
construir un molino.