(Paul Krugman, Premio Nobel de Economía 2008) La historia del pensamiento económico en el siglo XX es algo
parecida a la del cristianismo en el XVI. Hasta que John Maynard Keynes publicó
su Teoría general del empleo, el interés y el dinero, en 1936, la ciencia
económica -al menos en el mundo anglosajón- estaba completamente dominada por
la ortodoxia del libre mercado. De vez en cuando surgían herejías, pero siempre
se suprimían. La economía clásica, escribía Keynes en 1936, “conquistó
Inglaterra completamente, tal como la Santa Inquisición conquistó España”.
La economía clásica decía que la respuesta a casi todos los problemas era dejar
que la oferta y la demanda hicieran su trabajo. Pero la economía clásica no ofrecía ni explicaciones ni
soluciones para la Gran Depresión. Hacia mediados de la década del 30, los
retos a la ortodoxia ya no podían contenerse. Keynes desempeñó la función de
Martín Lutero, al proporcionar el rigor intelectual necesario para hacer
respetable la herejía. Aunque Keynes no era de izquierda -vino a salvar el
capitalismo, no a enterrarlo-, su teoría afirmaba que no se podía esperar que
los mercados libres proporcionaran pleno empleo, y estableció una nueva base
para la intervención estatal a gran escala en la economía.

El keynesianismo constituyó una gran reforma del pensamiento
económico. Inevitablemente, le siguió una contrarreforma. Diversos economistas
desempeñaron un papel importante en la gran recuperación de la economía clásica
entre 1950 y 2000, pero ninguno fue tan influyente como Milton Friedman. Si
Keynes fue Lutero, Friedman fue Ignacio de Loyola, el fundador de los jesuitas.
Y, al igual que los jesuitas, los seguidores de Friedman han actuado como una
especie de disciplinado ejército de fieles, que provocaron una amplia, pero
incompleta, retirada de la herejía keynesiana. A fines del siglo XX, la
economía clásica había recuperado buena parte de su anterior hegemonía, aunque
no toda; a Friedman le corresponde buena parte del mérito.

No quiero llevar demasiado lejos la analogía religiosa. La
teoría económica aspira al menos a ser ciencia, no teología; se ocupa de la
tierra, no del cielo. La teoría keynesiana se impuso en un principio porque era
mucho mejor que la ortodoxia clásica a la hora de dar sentido al mundo que nos
rodea. Y la crítica de Friedman a Keynes adquirió influencia porque supo
detectar los puntos débiles del keynesianismo. Y sólo a modo de aclaración:
aunque este artículo sostiene que Friedman estaba equivocado en algunos
aspectos, lo considero un gran economista y un gran hombre.

Milton Friedman desempeñó tres funciones en la vida intelectual
del siglo XX. El economista que escribía análisis técnicos, más o menos
apolíticos, sobre el comportamiento de los consumidores y la inflación. El
político, que pasó décadas haciendo campaña en nombre del monetarismo. Y el
ideólogo, el gran divulgador de la doctrina del libre mercado.

¿Desempeñó el mismo hombre todas estas funciones? Sí y no. Las
tres estaban guiadas por la fe de Friedman en las verdades clásicas de la
economía del libre mercado. Además, su eficacia como divulgador y propagandista
descansaba en parte en su merecida fama de profundo economista teórico. Pero
hay una diferencia importante entre el rigor de su obra como economista
profesional y la lógica más débil -y a veces cuestionable- de sus
pronunciamientos como intelectual público.
Mientras que la obra teórica de Friedman es universalmente admirada por los
economistas profesionales, hay muchos más reparos respecto a sus
pronunciamientos políticos. Y existen serias dudas respecto a su honradez
intelectual cuando le hablaba a la gran masa de ciudadanos.

Hablemos de Friedman en cuanto teórico económico. Durante la
mayor parte de los dos siglos pasados, el pensamiento económico estuvo dominado
por el concepto del Homo economicus. El hipotético Hombre Económico sabe lo que
quiere; sus preferencias pueden expresarse matemáticamente mediante una función
de utilidad, y sus decisiones están guiadas por cálculos racionales acerca de
cómo maximizar esa función. Ya sean los consumidores al decidir entre cereales
normales o cereales integrales para el desayuno, o los inversores que deciden
entre acciones y bonos, se supone que esas decisiones se basan en comparaciones
de la utilidad marginal, o del beneficio añadido que el comprador obtendría al
adquirir una pequeña cantidad de las alternativas disponibles.

Es fácil burlarse de este cuento. Nadie, ni siquiera los
economistas ganadores del Premio Nobel, toma las decisiones de ese modo. Pero
la mayoría de los economistas, yo incluido, consideramos útil al Hombre
Económico, entendiendo que se trata de una representación idealizada de lo que
realmente pensamos que ocurre. Las personas tienen preferencias y por lo
general toman decisiones sensatas, aunque no maximicen literalmente la
utilidad. Uno podría preguntarse por qué no representar a las personas tal como
realmente son. La respuesta es que la abstracción, la simplificación, es el
único modo de que podamos imponer cierto orden intelectual en la complejidad de
la vida económica.

La cuestión, sin embargo, es hasta dónde se puede llevar. Keynes
no atacó de lleno al Hombre Económico, pero a menudo recurría a teorías
psicológicas verosímiles y no a un cuidadoso análisis de qué haría una persona
que tomara decisiones racionales. Las decisiones empresariales estaban guiadas
por impulsos viscerales (animal spirits); o las decisiones de consumo por una
tendencia psicológica a gastar parte, pero no la totalidad, de un aumento de la
renta.

¿Pero era realmente una buena idea reducir tanto la función del
Hombre Económico? No, decía Friedman, que en un artículo de 1953 titulado The
methodology of positive economics (La metodología de la economía positiva)
sostenía que las teorías económicas no deberían juzgarse por su realismo
psicológico, sino por su capacidad para predecir el comportamiento. Y los dos
mayores triunfos de Friedman como economista teórico provinieron de aplicar la
hipótesis del comportamiento racional a cuestiones que otros economistas habían
considerado fuera del alcance de dicha hipótesis.

En un libro de 1957 titulado Una teoría de la función del
consumo, Friedman sostenía que el mejor modo de entender el ahorro y el gasto
no es, como lo hizo Keynes, recurriendo a una teorización psicológica débil,
sino, por el contrario, pensar que los individuos hacen planes racionales sobre
cómo gastar su riqueza a lo largo de la vida. Esta no era necesariamente una
idea antikeynesiana; pero sí señalaba un retorno a los modos de pensar
clásicos. Y funcionaba. Los detalles son un poco técnicos, pero la
“hipótesis de la renta permanente” planteada por Friedman, resolvía
varias paradojas aparentes sobre la relación entre renta y gasto (todavía hoy
constituyen las bases de cómo los economistas estudian el gasto y el ahorro).
El trabajo sobre el comportamiento de los consumidores habría forjado por sí
solo la fama académica de Friedman. Sin embargo, obtuvo otro triunfo al aplicar
la teoría del Hombre Económico a la inflación. En 1958, el economista
neozelandés A. W. Phillips señaló que existía una correlación histórica entre
el desempleo y la inflación, de modo que la inflación iba asociada a un bajo
desempleo y viceversa. Durante un tiempo, los economistas trataron esta correlación
como si fuera una relación fiable y estable. Esto provocó un debate serio sobre
qué punto de la curva de Phillips debería escoger el gobierno: ¿debería EE.UU.,
por ejemplo, aceptar una tasa de inflación más alta para alcanzar una tasa de
desempleo más baja?

En 1967, sin embargo, Friedman pronunciaba ante la Asociación
Económica Estadounidense una conferencia en la que sostenía que dicha
correlación entre inflación y desempleo, aun siendo visible en los datos, no
representaba una verdadera compensación, al menos no a largo plazo.
“Siempre hay”, decía, “una compensación temporal entre inflación
y desempleo; no hay una compensación permanente”. En otras palabras, si
los políticos intentaran mantener el desempleo bajo, mediante una política de
generar mayor inflación, sólo conseguirían un éxito temporal. Según Friedman,
el desempleo acabaría por aumentar de nuevo, incluso con una inflación elevada.
En otras palabras, la economía sufriría la situación que Paul Samuelson más
tarde denominaría “estanflación”.

¿Cómo llegó Friedman a esta conclusión? (Edmund S. Phelps,
premio Nobel de Economía, había llegado de manera simultánea e independiente al
mismo resultado). Friedman aplicó la idea del comportamiento racional. Sostenía
que después de un periodo de inflación sostenido, las personas introducirían
las expectativas de inflación futura en sus decisiones, lo cual anularía
cualquier efecto positivo de la inflación sobre el empleo. Por ejemplo, una de
las razones por las que la inflación puede aumentar el empleo es que contratar
a más trabajadores se vuelve más rentable cuando los precios suben más que los
salarios. Pero en cuanto los trabajadores comprenden que el poder adquisitivo
de sus salarios se verá erosionado por la inflación, exigen por adelantado acuerdos
de incremento salarial mayores, para que sus sueldos alcancen el mismo nivel
que los precios. En consecuencia, cuando la inflación se mantiene durante un
tiempo, ya no proporciona el mismo impulso al empleo que al principio. De
hecho, se producirá un aumento del desempleo si la inflación no cumple las
expectativas.

En el momento en que Friedman y Phelps propusieron sus ideas,
EE.UU. tenía poca experiencia con la inflación sostenida. De modo que ésta fue
verdaderamente una predicción. Sin embargo, en la década de 1970, la inflación
persistente puso a prueba la hipótesis de Friedman-Phelps. Sin duda, la
correlación histórica entre inflación y desempleo se rompió exactamente tal
como Friedman y Phelps lo habían predicho: en la década de 1970, mientras la inflación
superaba el 10%, el desempleo era tan elevado como en las décadas de 1950 y
1960, años de precios estables. Al fin la inflación se controló en la década
del 80, pero sólo después de un periodo de desempleo extremadamente elevado, el
peor desde la Gran Depresión.
Al predecir el fenómeno de la estanflación, Friedman y Phelps alcanzaron uno de
los grandes triunfos de la economía de posguerra. Este triunfo, más que ninguna
otra cosa, confirmó a Friedman en su categoría de grande entre los economistas,
independientemente de lo que pudiera pensarse de sus demás funciones.

“A Milton todo le recuerda la oferta monetaria. Bien, a mí
todo me recuerda el sexo, pero no lo pongo por escrito”, escribía en 1966
Robert Solow, del MIT. Durante décadas, la imagen pública y la fama de Milton
Friedman se definieron en gran medida por sus pronunciamientos sobre la
política monetaria y su creación de la doctrina conocida como monetarismo.
Sorprende darse cuenta, por tanto, de que el monetarismo se considera en gran
medida un fracaso, y que parte de lo dicho por Friedman sobre el dinero y la
política monetaria -al contrario de lo que dijo acerca del consumo y la
inflación- parece haber sido engañoso, y quizá de manera deliberada.

Para comprender de qué trataba el monetarismo, lo primero que
hay que saber es que la palabra dinero no significa exactamente lo mismo en
economía que en el lenguaje común. Cuando los economistas hablan de oferta
monetaria (en inglés, money supply, oferta de dinero) no se refieren a riqueza
en el sentido habitual. Sólo se refieren a esas formas de riqueza que pueden
usarse de manera más o menos directa para comprar cosas. La moneda -trozos de
papel con retratos de presidentes muertos- es dinero, y también los depósitos
bancarios contra los que se pueden extender cheques. Pero las acciones, los
bonos y los bienes raíces no son dinero, porque hay que convertirlos en
efectivo o en depósitos bancarios antes de poder usarlos para hacer compras.

Antes de Keynes, los economistas consideraban a la oferta monetaria
como una herramienta primordial de la gestión económica. Pero Keynes sostenía
que en condiciones de depresión, cuando los tipos de interés son muy bajos, los
cambios en la oferta monetaria tienen pocas consecuencias. La lógica era la
siguiente: cuando los tipos de interés son del 4% ó 5%, nadie quiere que su
dinero esté ocioso. Pero en una situación como la de 1935, cuando el tipo de
interés de las letras del Tesoro a tres meses era sólo del 0,14%, hay muy poco
incentivo para asumir el riesgo de poner el dinero a trabajar. El Banco Central
podría tratar de estimular la economía, acuñando grandes cantidades de moneda
adicional; pero si el tipo de interés es muy bajo, es probable que el efectivo
adicional languidezca en las cajas fuertes de los bancos o debajo de los
colchones.
En consecuencia, Keynes sostenía que la política monetaria -un cambio en la
oferta de dinero circulante para gestionar la economía- sería ineficaz. Y por
eso, él y sus seguidores creían que hacía falta una política presupuestaria -en
especial un aumento del gasto público- para sacar a los países de la Gran
Depresión.

¿Por qué es esto importante? La política monetaria es una forma
de intervención pública altamente tecnocrática y en gran medida apolítica. Si
la Reserva Federal decide aumentar la oferta monetaria, todo lo que hace es
comprar unos cuantos bonos del Tesoro a bancos privados, y pagar los bonos
mediante anotaciones en las cuentas de reserva de esos bancos: en realidad,
todo lo que la Reserva Federal tiene que hacer es acuñar un poco más de base
monetaria.

En cambio, la política presupuestaria supone una participación
mucho más profunda del sector público en la economía, a menudo cargada de
ideología: si los políticos deciden usar las obras públicas para promover el
empleo, tienen que decidir qué construir y dónde.

El pensamiento económico tras el triunfo de la revolución
keynesiana -como se refleja, por ejemplo, en las primeras ediciones del libro
clásico de Paul Samuelson- daba prioridad a la política presupuestaria, mientras
que la política monetaria quedaba relegada a los márgenes. Como Friedman dijo
en la conferencia pronunciada en 1967 ante la Asociación Económica
Estadounidense: “La amplia aceptación de las opiniones entre los
profesionales de la economía ha hecho que durante dos décadas, prácticamente
todos -menos unos cuantos reaccionarios- pensaran que los nuevos conocimientos
económicos habían vuelto obsoleta la política monetaria. El dinero no
importaba”.

Aunque esto tal vez fuese una exageración, la política monetaria
no estuvo muy bien considerada en las décadas de 1940 y 1950. Friedman, sin
embargo, hizo una cruzada a favor de la propuesta de que el dinero también
importaba, la cual culminó con la publicación, en 1963, de A monetary history
of the United States, 1867-1960, en colaboración con Anna Schwartz.
Aunque A monetary history of the United States es una gran obra, de
extraordinaria erudición, su análisis más influyente y controvertido es el
relativo a la Gran Depresión. Friedman y Schwartz refutaron el pesimismo de
Keynes acerca de la eficacia de la política monetaria en condiciones de
depresión. “La contracción” de la economía, declaraban, “es un
trágico testimonio de la importancia de las fuerzas monetarias”.

¿Pero qué querían decir con eso? Desde el principio, la posición
de Friedman y Schwartz parecía un poco escurridiza. Y con el tiempo, la
presentación que Friedman hacía de la historia se hizo más grosera, no más
sutil, y acabó pareciendo -no hay otra forma de decirlo- intelectualmente
corrupta.

Al interpretar los orígenes de la Gran Depresión es crucial
distinguir entre la base monetaria (dinero más reservas bancarias), que la
Reserva Federal controla directamente, y la oferta monetaria (dinero más
depósitos bancarios). La base monetaria aumentó durante los primeros años de la
Gran Depresión, subiendo de una media de 6.050 millones de dólares en 1929 a una media de 7.020
millones en 1933. Pero la oferta monetaria cayó drásticamente, de US$ 26.600
millones a US$ 19.900. Esta divergencia reflejaba principalmente las
consecuencias de la oleada de quiebras bancarias de 1930-1931: a medida que los
ciudadanos perdían la fe en los bancos, empezaron a guardar su riqueza en
efectivo y no en depósitos. Los bancos que sobrevivieron empezaron a tener
grandes cantidades de efectivo a mano en lugar de prestarlo, para así evitar el
peligro de un pánico bancario.

La consecuencia fue que se hacían muchos menos préstamos y, por
lo tanto, muchos menos gastos de los que habría habido si los ciudadanos
hubieran seguido depositando el efectivo en los bancos, y los bancos hubieran
seguido prestando los depósitos a las empresas. Y dado que el desplome del
gasto fue la causa próxima de la depresión, el deseo repentino tanto de los
individuos como de los bancos de poseer más efectivo, empeoró sin duda la
recesión.

Friedman y Schwartz sostenían que la caída de la oferta
monetaria había convertido lo que podría haber sido una recesión ordinaria en
una depresión catastrófica, un argumento de por sí discutible. Pero incluso
poniendo por caso que lo aceptemos, cabe preguntar si puede decirse que la
Reserva Federal, que al fin y al cabo aumentó la base monetaria, provocó la
caída de la oferta monetaria total.

Al menos inicialmente, Friedman y Schwartz no dijeron eso. Al
contrario: señalaron que la Reserva Federal pudo haber prevenido la caída de la
oferta monetaria, en especial acudiendo al rescate de los bancos en quiebra
durante la crisis de 1930-1931. Si se hubiera apresurado a prestar dinero a los
bancos en apuros, la oleada de quiebras podría haberse detenido, y eso, a su
vez, podría haber evitado 1) la decisión de los ciudadanos de guardar el dinero
en efectivo en lugar de depositarlo, y 2) la preferencia de los bancos
supervivientes por acumular los depósitos en sus cajas fuertes en lugar de
prestar esos fondos. Esto, a su vez, podría haber evitado lo peor de la
depresión.

Muchos economistas -y más aun los lectores legos en la materia-
han interpretado que la explicación de Friedman y Schwartz significa que la
Reserva Federal causó la Gran Depresión; y que la depresión es en cierto
sentido una demostración de los males de un Estado excesivamente
intervencionista. En años posteriores, como he dicho, las afirmaciones de
Friedman se volvieron más imprecisas, como si quisiera alimentar esta
percepción errónea. En su alocución presidencial de 1967 declaraba que
“las autoridades monetarias estadounidenses siguieron políticas altamente
deflacionarias”, y que la oferta monetaria cayó “porque el Sistema de
la Reserva Federal forzó o permitió una reducción aguda de la base monetaria,
al no ejercer las responsabilidades que tenía asignadas”, una afirmación
extraña dado que, como hemos visto, la base monetaria aumentó mientras la
oferta monetaria caía. (Friedman tal vez se refiriese a dos episodios en los
que la base monetaria cayó moderadamente por breves periodos, pero aun así su
declaración es, como mínimo, muy engañosa).

En 1976, Friedman les decía a los lectores de la revista
Newsweek que “la verdad elemental es que la Gran Depresión se produjo por
una mala gestión pública”, una declaración que seguramente sus lectores
interpretaron como que la depresión no se habría producido si el Estado se
hubiera mantenido al margen, cuando de hecho lo que Friedman y Schwartz
afirmaban era que el sector público debería haberse mostrado más activo, no
menos.

¿Por qué los debates históricos sobre la función de la política
monetaria en la década de 1930 importaban tanto en la de 1960? En parte porque
encajaban en la agendaen contra del sector público que tenía Friedman, de la
cual hablaremos más adelante. Pero la aplicación más directa era su defensa del
monetarismo.

El razonamiento de Friedman a favor del monetarismo era en parte
económico y en parte político. Sostenía que el crecimiento constante de la
oferta monetaria mantendría una economía razonablemente estable. Nunca
pretendió que siguiendo esta norma se eliminarían todas las recesiones, pero sí
afirmaba que las variaciones en la curva de crecimiento de la economía serían
suficientemente pequeñas como para ser tolerables. De ahí la afirmación de que
la Gran Depresión no habría ocurrido si la Reserva Federal hubiera seguido una
norma monetarista.

El monetarismo fue una fuerza poderosa en el debate económico
durante unas tres décadas a partir de que Friedman expusiera por primera vez su
doctrina en Un programa de estabilidad monetaria y reforma bancaria, publicado
en 1959.

Hoy, sin embargo, es una sombra de lo que era, por dos razones
principales.

En primer lugar, cuando EE.UU. y Reino Unido intentaron poner en
práctica el monetarismo a fines de los 70, los resultados fueron
decepcionantes: en ambos países, el crecimiento constante de la oferta
monetaria no consiguió impedir recesiones graves.

La Reserva Federal adoptó oficialmente objetivos monetarios al
estilo Friedman en 1979, pero los abandonó en 1982, cuando la tasa de desempleo
superó el 10%. Este abandono se hizo oficial en 1984, y desde entonces la
Reserva Federal realiza precisamente el tipo de afinación discrecional que
Friedman condenaba. Por ejemplo, en 2001 respondía a la recesión reduciendo los
tipos de interés y permitiendo que la oferta monetaria creciese a ritmos que en
ocasiones superaban el 10% anual. Cuando se convenció de que la recuperación
era sólida, cambió el rumbo, subiendo los tipos de interés y permitiendo que el
crecimiento de la reserva monetaria cayese a cero.

En segundo lugar, desde comienzos de la década de 1980, la
Reserva Federal y sus homólogos de otros países han realizado un trabajo
razonablemente bueno, debilitando la imagen que Friedman daba de los banqueros
centrales, a los que consideraba embusteros irredimibles. Y todo esto ha
ocurrido a pesar de las fluctuaciones de la oferta monetaria, que horrorizaban
a los monetaristas y que los llevaron -incluso a Friedman- a predecir desastres
que no llegaron a materializarse. Como señalaba David Warsh, de The Boston
Globe, en 1992, “Friedman despuntó su lanza prediciendo la inflación en la
década de 1980, pero se equivocó profunda y frecuentemente”.

En 1946, Milton Friedman debutó como divulgador de la economía
del libre mercado con un panfleto titulado Roofs or Ceilings: The Current
Housing Problem, escrito en colaboración con George J. Stigler, que más tarde
se uniría a él en la Universidad de Chicago.

El panfleto, un ataque contra el control de los alquileres, que
todavía era universal inmediatamente después de la II Guerra Mundial, se
publicó en circunstancias bastante extrañas: era un texto de la Fundación para
la Educación Económica, organización que -como Rick Perlstein escribe en Before
the Storm (2001), su libro sobre los orígenes del movimiento conservador
actual- “difundía un evangelio libertario tan drástico que rondaba el
anarquismo”.

Esta primera aventura en la popularización del libre mercado
anticipaba de dos maneras el curso de la evolución de Friedman como intelectual
público a lo largo de las seis décadas siguientes.

En primer lugar, el panfleto demostraba la especial voluntad de
Friedman de llevar las ideas del libre mercado hasta sus límites lógicos. Ni la
idea de que los mercados son medios eficientes de asignar bienes escasos ni la
propuesta de que los controles de precios crean escaseces e ineficacias, eran
nuevas. Pero muchos economistas, temiendo la reacción negativa contra una
subida repentina de los alquileres (que Friedman y Stigler predecían que sería
del 30% para el país en su conjunto), podrían haber propuesto una especie de
transición gradual a la liberalización. Friedman y Stigler quitaban hierro a
esas preocupaciones.

En décadas posteriores, esta tozudez se convertiría en uno de
los sellos característicos de Friedman. Una y otra vez pedía soluciones de mercado
a problemas -educación, salud, tráfico de drogas ilegales- que en opinión de
casi todos los demás exigían una intervención estatal potente.

Algunas de sus ideas han sido objeto de aceptación generalizada,
como sustituir las normas rígidas sobre contaminación por un sistema de
permisos que las empresas pueden comprar y vender. Otras, como los cheques
escolares, tienen un amplio respaldo en el movimiento conservador, pero no han
avanzado mucho políticamente. Y algunas de sus propuestas -como eliminar los
procedimientos de concesión de licencia para los médicos y abolir la
Administración de Alimentos y Medicamentos- son consideradas como estrambóticas
incluso por la mayoría de los conservadores.

En segundo lugar, el panfleto demostraba lo bueno que Friedman
era como divulgador. Está escrito de manera elegante y sagaz. No hay jerga
económica; los argumentos se presentan con ejemplos del mundo real,
inteligentemente escogidos: desde la rápida recuperación de San Francisco tras
el terremoto de 1906 hasta los problemas de un ex combatiente en 1946, recién
licenciado del ejército, para encontrar un lugar decente donde vivir. El mismo
estilo, mejorado por la imagen, marcaría la celebrada serie televisiva de
Friedman en la década de 1980 Free to choose (Libre para elegir).

Hay muchas probabilidades de que la gran oscilación hacia las
políticas liberales que se produjo en todo el mundo a comienzos de la década de
1970 se hubiera dado aunque Friedman no hubiese existido. Pero su incansable y
brillantemente eficaz campaña a favor del libre mercado seguramente ayudó a
acelerar el proceso, tanto en EE.UU. como en el mundo. Desde cualquier punto de
vista -proteccionismo frente a libre comercio; regulación frente a
liberalización; salarios establecidos mediante convenio colectivo y salarios
mínimos obligatorios frente a salarios establecidos por el mercado-, el mundo
ha avanzado en la misma dirección que Friedman. Más llamativa que su logro en
lo referente a los cambios de la política real, fue la transformación de la opinión
general: la mayoría de las personas influyentes se han convertido hasta tal
punto al modo de pensar de Friedman que simplemente se da por sentado que el
cambio de políticas económicas promovido por él ha sido una fuerza positiva.

¿Pero lo ha sido?

Consideremos en primer lugar los resultados macroeconómicos de
la economía estadounidense. Tenemos datos de la renta real -es decir, teniendo
en cuenta la inflación- de las familias estadounidenses entre 1947 y 2005.
Durante la primera mitad de ese periodo de 55 años, desde 1947 hasta 1976,
Friedman era una voz que predicaba en el desierto y sus ideas no eran tenidas
en cuenta por los políticos. Pero la economía, a pesar de todas las ineficacias
que él denunciaba, mejoró enormemente el nivel de vida de la mayoría de los
estadounidenses: la renta media real se duplicó con creces.

Por contraste: en el periodo transcurrido desde 1976 hasta el
2005, las ideas de Friedman se aceptaron cada vez más y aunque siguió habiendo
intervención pública de sobra para que él pudiera quejarse, no cabe duda de que
las políticas de libre mercado se generalizaron. Pues bien, el aumento del
nivel de vida ha sido mucho menos fuerte que durante el periodo anterior: en
2005, la renta media real sólo era 23% superior a la de 1976.

Parte de la causa de que a la segunda generación de posguerra no
le fuese tan bien como a la primera, es la tasa total de crecimiento económico
más lenta (un dato que tal vez sorprenda a quienes suponen que la tendencia
hacia el libre mercado ha aportado mayores dividendos económicos). Pero otra
razón importante del retraso en el nivel de vida de la mayoría de las familias
es un incremento espectacular de la desigualdad económica: durante la primera
generación de posguerra, el aumento de la renta se extendió ampliamente a toda
la población; sin embargo, desde fines de la década de 1970, la renta media -la
renta de una familia típica-, se ha elevado sólo un tercio de lo rápido con que
se elevó el ingreso promedio.

Esto plantea una cuestión interesante. Friedman solía asegurar a
su público que no hacía falta ninguna institución especial -como el salario
mínimo y los sindicatos- para garantizar que los trabajadores compartiesen los
beneficios del crecimiento económico. En 1976 les decía a los lectores de
Newsweek que los cuentos de los perjuicios causados por los robber barons
-término peyorativo de EE.UU. que se refiere a los hombres de negocios y
banqueros que hicieron su fortunas con malas prácticas- eran puro mito:
“Probablemente no haya habido ningún otro periodo en la historia, en este
o en cualquier otro país, en el que el hombre de a pie haya experimentado una
mejora tan grande de su nivel de vida como en el periodo transcurrido entre la
guerra civil y la I Guerra Mundial, cuando más fuerte era el individualismo desenfrenado”.
(¿Y qué hay del extraordinario periodo de 30 años posterior a la II Guerra
Mundial, que abarcó buena parte de la trayectoria profesional del propio
Friedman?). Sin embargo, en las décadas que siguieron a ese pronunciamiento,
mientras se permitía que el salario mínimo cayese por debajo de la inflación y
los sindicatos desaparecían, los trabajadores estadounidenses veían cómo sus
fortunas iban a la zaga del crecimiento de la economía en general. ¿Era
Friedman demasiado optimista respecto a la generosidad de la mano invisible?

Para ser justos, hay muchos factores que afectan tanto al
crecimiento económico como a la distribución de la renta, por lo que no podemos
culpar a las políticas friedmanistas de todas las decepciones. Aun así, dada la
suposición común de que el cambio a las políticas de libre mercado ha hecho
grandes cosas por la economía estadounidense y por el nivel de vida de los
estadounidenses corrientes, es asombroso el poco respaldo que los datos
proporcionan a esa afirmación.

Dudas similares respecto a la falta de pruebas de que las ideas
de Friedman funcionan en la práctica se pueden encontrar, todavía con más
fuerza, en Latinoamérica.

Hace una década era normal citar el éxito de la economía chilena
(asesores de Augusto Pinochet, educados en Chicago, introdujeron políticas del
libre mercado después de 1973) como prueba de que las políticas inspiradas por
Friedman mostraban la senda hacia un próspero desarrollo económico. Pero aunque
otros países latinoamericanos, desde México hasta Argentina, han seguido el
ejemplo de Chile en la liberalización del comercio y la privatización de
empresas, la historia de éxito no se ha repetido.

Por el contrario, la percepción de la mayoría de los
latinoamericanos es que las políticas neoliberales han sido un fracaso: el
prometido despegue del crecimiento económico nunca llegó, mientras que la
desigualdad de la renta ha empeorado. No quiero culpar de todo lo que ha salido
mal en Latinoamérica a la Escuela de Chicago, ni idealizar lo sucedido antes,
pero hay un asombroso contraste entre lo que Friedman defendía y los resultados
reales de las economías que se pasaron de las políticas intervencionistas de
las primeras décadas de posguerra a la liberalización.

Centrándonos más estrictamente en el tema: uno de los
principales tópicos de Friedman era la inutilidad y naturaleza contraproducente
de la mayor parte de la regulación pública. En una nota necrológica en homenaje
a su colaborador George Stigler (muerto en 1991), Friedman elogiaba la crítica
de Stigler a la normativa sobre la electricidad y su convicción de que los
reguladores normalmente acaban sirviendo a los intereses de los regulados y no
a los de los ciudadanos.

¿Cómo ha funcionado entonces la liberalización?

Empezó bien, comenzando por la del transporte por carretera y de
las aerolíneas a finales de la década de 1970. En ambos casos, la
liberalización, aunque no contentó a todos, aumentó la competencia, en general
redujo los precios y aumentó la eficiencia. La liberalización del gas natural
también fue un éxito.

Pero la siguiente gran oleada de liberalización, la del sector
eléctrico, fue otra historia. Al igual que la depresión japonesa de la década
de 1990, demostraba que las preocupaciones keynesianas por la eficacia de la
política monetaria no eran un mito; la crisis de la electricidad en California
en 2000 y 2001 -en la que las compañías eléctricas y las distribuidoras de
energía crearon una escasez artificial para hacer subir los precios- nos
recordó la realidad que había tras los cuentos de los robber barons y sus
depredaciones. Aunque otros Estados no sufrieron una crisis tan grave como la
de California, en todo el país la liberalización de la electricidad supuso un
aumento -no una disminución- de los precios, y unos beneficios enormes para las
compañías eléctricas.

Aquellos Estados que, por la razón que fuera, no se subieron al
vagón de la liberalización en la década de 1990, se consideran ahora
afortunados. Y las más afortunadas son aquellas ciudades que por algún motivo no
recibieron el memorando sobre los males del sector público y las bondades del
sector privado y siguen teniendo compañías eléctricas públicas. Todo esto
demuestra que los argumentos originales a favor de la reglamentación eléctrica
-la observación de que sin reglamentación las compañías eléctricas tendrían
demasiado poder monopolístico- siguen siendo tan válidos como siempre.

¿Debería esto llevarnos a la conclusión de que la liberalización
es siempre mala idea? No. Depende de los detalles específicos. Deducir que la
liberalización es siempre y en todas partes una mala idea sería incurrir en el
mismo tipo de pensamiento absolutista que, se podría decir, fue el mayor
defecto de Milton Friedman.

En la reseña de 1965 sobre Monetary history, de Friedman y
Schwartz, el fallecido premio Nobel James Tobin acusaba implícitamente a los
autores de ir demasiado lejos. “Considérense las siguientes tres
proposiciones: El dinero no importa. Sí que importa. El dinero es lo único que
importa… Es demasiado fácil deslizarse de la segunda proposición a la
tercera”.
La defensa del laissez-faire por parte de Milton Friedman parece haber seguido
una secuencia similar. Después de la Gran Depresión, muchos empezaron a decir
que los mercados nunca pueden funcionar. Friedman tuvo la valentía intelectual
de decir que los mercados sí funcionan. Sus dotes teatrales, más su habilidad
para organizar datos objetivos, lo convirtieron en el mejor portavoz de las
virtudes del libre mercado desde Adam Smith. Pero caía con demasiada facilidad en
la afirmación de que los mercados siempre funcionan y que son lo único que
funciona. Es extremadamente difícil encontrar casos en los que Friedman
reconociese la posibilidad de que los mercados pudieran funcionar mal, o de que
la intervención pública podía ser útil.

El absolutismo liberal de Friedman ha contribuido a crear un
clima intelectual en el que la fe en los mercados y el desdén por el sector
público a menudo se imponen a los datos objetivos. Los países en vías de
desarrollo se apresuraron a abrir sus mercados de capitales, a pesar de las
advertencias de que eso podría exponerlos a crisis financieras. Después, cuando
las crisis llegaron como era previsible, muchos observadores culparon a los
gobiernos de esos países, no a la inestabilidad de los flujos de capital
internacionales.

La liberalización de la electricidad se produjo a pesar de las
claras advertencias de que el poder de monopolio podría ser un problema. Los
conservadores siguen insistiendo en que el libre mercado es la respuesta a la
crisis de la salud, frente a las abrumadoras pruebas en contra.

Lo extraño del absolutismo de Friedman respecto a las virtudes
de los mercados y los vicios del Estado es que en su trabajo como economista
teórico era un modelo de ubicación, centrado. Como ya he señalado, hizo grandes
contribuciones a la teoría económica al resaltar la importancia de la
racionalidad individual, pero, a diferencia de algunos de sus colegas, sabía
cuándo parar y no caer en los extremos.

¿Por qué no hizo lo mismo en su papel de intelectual público?

La respuesta, sospecho, es que se vio atrapado en una labor
esencialmente política. Milton Friedman, el gran economista, sabía reconocer la
ambigüedad. Y la reconocía. Pero de Milton Friedman, el gran defensor de la
libertad de mercado, se esperaba que predicase la verdadera fe, no que
manifestase sus dudas. Y acabó desempeñando la función que sus seguidores
esperaban. A consecuencia de ello, el refrescante iconoclasta de los primeros
años de su carrera se convirtió con el tiempo en un ortodoxo.

A la larga, a los grandes hombres se les recuerda por sus
virtudes y no por sus defectos. Y Milton Friedman fue de hecho un hombre muy
grande, un hombre de valentía intelectual, uno de los pensadores económicos más
importantes de todos los tiempos y posiblemente el más brillante comunicador de
las ideas económicas a los ciudadanos que jamás haya existido. Pero hay buenas
razones para sostener que el friedmanismo, al final, fue demasiado lejos, como
doctrina y en sus aplicaciones prácticas. Cuando Friedman inició su trayectoria
como intelectual público, había llegado la hora de llevar a cabo una
contrarreforma contra el keynesianismo, y todo lo que eso conllevaba. Pero lo
que el mundo necesita ahora, diría yo, es una contra-contrarreforma.

© New York Times 2007 –  en www.quepasa.cl