Joseph
E. Stiglitz
. NUEVA YORK – El mundo no ha sido piadoso con el
neoliberalismo, ese revoltijo de ideas basadas en la concepción fundamentalista
de que los mercados se corrigen a sí mismos, asignan los recursos
eficientemente y sirven bien al interés público. Ese fundamentalismo del
mercado era subyacente al thatcherismo, a la reaganomía y al llamado “consenso
de Washington” en pro de la privatización y la liberalización y de que los
bancos centrales independientes se centraran exclusivamente en la inflación. Durante un cuarto de siglo, ha habido una pugna entre los países
en desarrollo y está claro quiénes han sido los perdedores: los países que
aplicaron políticas neoliberales no sólo perdieron la apuesta del crecimiento,
sino que, además, cuando sí que crecieron, los beneficios fueron a parar
desproporcionadamente a quienes se encuentran en la cumbre de la sociedad.

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Aunque los neoliberales no quieren reconocerlo, su ideología
suspendió también en otro examen. Nadie puede afirmar que la labor de
asignación de recursos por parte de los mercados financieros a finales del
decenio de 1990 fuera estelar, en vista de que el 97 por ciento de los
inversores en fibra óptica tardaron años en ver la salida del túnel, pero al
menos ese error tuvo un beneficio no buscado: como se redujeron los costos de
la comunicación, la India y China pasaron a estar más integradas en la economía
mundial.

Pero resulta difícil ver beneficios semejantes en la errónea
asignación en masa de recursos a la vivienda. Las casas recién construidas para
familias que no podían pagarlas se deterioran y se destruyen, a medida que
millones de familias se ven obligadas a abandonar sus hogares en algunas
comunidades y el gobierno ha tenido que intervenir por fin… para retirar las
ruinas. En otras, se extiende la plaga. De modo que incluso los que han sido
ciudadanos modélicos, han contraído préstamos prudenciales y han mantenido sus
hogares, ahora se encuentran con que los mercados han disminuido el valor de
sus hogares más de lo que habrían podido temer en sus peores pesadillas.
Desde luego, hubo algunos beneficios a corto plazo del exceso de inversión en
el sector inmobiliario: algunos americanos (tal vez sólo durante algunos meses)
gozaron de los placeres de la propiedad de una vivienda y de la vida en una
casa mayor de aquella a la que, de lo contrario, habrían podido aspirar, pero,
¡con qué costo para sí mismos y para la economía mundial! Millones de personas
van a perder sus ahorros de toda la vida, al perder sus hogares, y las
ejecuciones de las hipotecas han precipitado una desaceleración mundial. Existe
un consenso cada vez mayor sobre el pronóstico: la contracción será prolongada
y generalizada.

Tampoco los mercados nos prepararon bien para unos precios
desorbitados del petróleo y de los alimentos. Naturalmente, ninguno de esos dos
sectores es un ejemplo de economía de libre mercado, pero de eso se trata en
parte: se ha utilizado selectivamente la retórica sobre el libre mercado…
aceptada cuando servía a intereses especiales y desechada cuando no.

Tal vez una de las pocas virtudes del gobierno de George W. Bush
es la de que el desfase entre la retórica y la realidad es menor de lo que fue
durante la presidencia de Ronald Reagan. Pese a su retórica sobre el libre
comercio, Reagan impuso restricciones comerciales, incluidas las tristemente
famosas restricciones “voluntarias” a la exportación de automóviles.

Las políticas de Bush han sido peores, pero el grado en que ha
servido abiertamente al complejo militar-industrial de los Estados Unidos ha
estado más a la vista. La única vez en que el gobierno de Bush se volvió verde
fue cuando recurrió a las subvenciones del etanol, cuyos beneficios
medioambientales son dudosos. Las distorsiones del mercado de la energía (en
particular mediante el sistema tributario) continúan y, si Bush hubiera podido
salirse con la suya, la situación habría sido peor.

Esa mezcla de retórica sobre el libre comercio e intervención
estatal ha funcionado particularmente mal para los países en desarrollo. Se les
dijo que dejaran de intervenir en la agricultura, con lo que expusieron a sus
agricultores a una competencia devastadora de los Estados Unidos y Europa. Sus
agricultores habrían podido competir con sus colegas americanos y europeos,
pero no podían hacerlo con las subvenciones de los EE.UU. y de la Unión
Europea. Como no era de extrañar, las inversiones en la agricultura en los
países en desarrollo fueron disminuyendo y el desfase en materia de alimentos
aumentó.

Quienes propagaron ese consejo equivocado no tienen que
preocuparse por las consecuencias de su negligencia profesional. Los costos
habrán de sufragarlos los de los países en desarrollo, en particular los
pobres. Este año vamos a ver un gran aumento de la pobreza, en particular si la
calibramos correctamente.

Dicho de forma sencilla, en un mundo de abundancia, millones de
personas del mundo en desarrollo siguen sin poder satisfacer las necesidades
nutricionales mínimas. En muchos países, los aumentos de los precios de los
alimentos y de la energía tendrán un efecto particularmente devastador para los
pobres, porque esos artículos constituyen una mayor proporción de sus gastos.

La indignación en todo el mundo es palpable. No es de extrañar
que los especuladores hayan sido en gran medida objeto de esa ira. Los
especuladores afirman no ser los causantes del problema, sino que se limitan a
practicar el “descubrimiento de precios” o, dicho de otro modo, el
descubrimiento –un poco tarde para poder hacer gran cosa sobre ese problema
este año– de que hay escasez.

Pero esa respuesta es falsa. Las perspectivas de precios en
aumento y volátiles animan a centenares de millones de agricultores a adoptar
precauciones. Podrían ganar más dinero, si acaparan un poco de su grano hoy y lo
venden más adelante y, si no lo hacen, no podrán sufragarlo, en caso de que la
cosecha del año siguiente sea menor de lo esperado. Un poco de grano retirado
del mercado por centenares de millones de agricultores en todo el mundo
contribuye a formar grandes cantidades.

Los defensores del fundamentalismo del mercado quieren atribuir
la culpa del fracaso del mercado a un fracaso del gobierno. Se ha citado a un
alto funcionario chino, quien ha dicho que el problema radicaba en que el
gobierno de los EE.UU. debería haber hecho más para ayudar a los americanos de
pocos ingresos con su problema de la vivienda. Estoy de acuerdo, pero eso no
cambia los datos: la mala gestión del riesgo por parte de los bancos de los
EE.UU. fue de proporciones colosales y con consecuencias mundiales, mientras
que los que gestionaban esas entidades se han marchado con miles de millones de
dólares de indemnización.

Hoy hay una desigualdad entre los rendimientos privados y los
sociales. Si no están bien a la par, el sistema de mercado no puede funcionar
bien.

El fundamentalismo neoliberal del mercado ha sido siempre una
doctrina política al servicio de ciertos intereses. Nunca ha recibido una
corroboración de la teoría económica, como tampoco –ahora ha de quedar claro–
de la experiencia histórica. Aprender esta lección puede ser el lado bueno de
la nube que ahora se cierne sobre la economía mundial.