Las exportaciones y la nueva cultura

La creciente demanda por productos orgánicos, en alza en Estados Unidos, Europa y Japón, ilustra que, en breve, nuestros productos tendrán obligatoriamente que emplear menos químicos y ser más sanos, o de lo contrario comenzarán a perder atractivo afuera y también, por qué no, entre consumidores chilenos más exigentes.

Roberto Ampuero

Hasta hace poco yo miraba con optimismo y orgullo la presencia de productos chilenos en los supermercados norteamericanos, sin embargo ahora me inquieta su notoria ausencia en las secciones de productos orgánicos, las que no dejan de ampliarse en Estados Unidos. Días atrás, después de ver en supermercados bananos orgánicos del Perú y café orgánico de Guatemala, en otro un cartel llamó mi atención: informaba que la uva chilena es una de las que contienen mayor cantidad de pesticidas en el planeta. Ante el aumento de la conciencia por la comida sana y la demanda de alimentos orgánicos en el mundo industrial, conviene preguntarse si los productores chilenos, los políticos y el gobierno están plenamente enterados de este cambio de mentalidad y de las consecuencias que implica ignorarlos.

Los tratados de libre comercio resultan favorables para el país no sólo, como subrayan algunos, porque abren mercados de otro modo inalcanzables, sino también porque -bien negociados- permiten que loables exigencias usuales en países industriales, como aquellas relacionadas con la vida laboral, el medio ambiente, la sustentabilidad, la calidad de productos o el trato de animales, puedan filtrarse hacia Chile gracias a la presión de consumidores del Norte sensibilizados con estos temas. La creciente demanda por productos orgánicos, en alza en Estados Unidos, Europa y Japón, ilustra lo que digo: en breve nuestros productos tendrán obligatoriamente que emplear menos químicos y ser más sanos, o de lo contrario comenzarán a perder atractivo afuera y también, por qué no, entre consumidores chilenos más exigentes.

Otra cultura

Aunque sigue en debate la definición, orgánicos son aquellos frutos producidos sin pesticidas artificiales, herbicidas ni organismos genéticamente modificados, y que en Estados Unidos, la Unión Europea o Japón necesitan una certificación estricta, que castiga con severidad a quienes usan la etiqueta sin cumplir con las normas de producción. Se estima que la cáscara de una manzana no orgánica contiene en término medio 25 venenos artificiales y 50% menos vitaminas, enzimas y micronutrientes que una orgánica. En verdad, la tajada del mercado crece sin cesar: si en 1980 la venta de productos y bebidas orgánicas en Estados Unidos ascendía a menos de dos mil millones de dólares, este año llegaría a 20 mil millones. Y eso no es todo: ser gordo y consumir productos no orgánicos se ve crecientemente como sinónimo de pobreza o escaso nivel cultural, ya que los productos mencionados son más caros, pero más sanos. Si hasta hace poco ellos sólo se encontraban en tiendas especializadas, hoy la mayoría de los más de 11.500 megamercados de Estados Unidos cuentan con departamentos dedicados a frutas, verduras, jugos, vinos, jabones, cremas, champús y fibras de carácter orgánico. Se estima que el segmento seguirá creciendo, pues la conciencia por la alimentación sana se expresará también en los sistemas de alimentación escolar, hospitalaria, universitaria, de empresas con personal especializado y restaurantes sofisticados. Estados Unidos, al que muchos asocian con obesos devoradores de comida chatarra, es hoy el principal consumidor de productos orgánicos del mundo y líder en esta materia en el Norte.

Pero los cambios no sólo se están produciendo en relación con productos agrícolas, sino también con las carnes. Y aquí se ve una campaña interesante: los consumidores orgánicos, cada vez más influyentes en un país en donde las mascotas comparten el techo con sus dueños, están denunciando con éxito las condiciones en que viven y se sacrifica a los animales destinados al consumo humano. Aumentan las denuncias sobre gallinas, pollos y pavos que pasan toda su vida inmovilizados en jaulas, sometidos a luz constante para que coman más, y a las cuales se les corta sin anestesia el pico y se sacrifica dejándolas desangrar para meterlas vivas en agua hirviendo con el fin de desplumarlas fácilmente. Con respecto a los vacunos y porcinos, los críticos denuncian que son alimentados con harina de carne de otros animales y que jamás salen de sus celdas, donde no pueden moverse, fuera de que reciben hormonas para el crecimiento, que se trasladan al consumidor, y son sacrificados de modo impropio en una sociedad civilizada. Muchos alegan que estas aves y animales son inteligentes como los perros y gatos, y que en Estados Unidos, donde está penalizado el abuso de mascotas, debiera prohibirse el maltrato a cualquier animal. Estudios muestran que aumenta la influencia del consumidor denominado Lohas, el de mayor peso en el mercado orgánico, que cree en la interconexión entre economías y culturas del globo, sistemas ecológicos y políticos, y entre mente, cuerpo y espíritu. Ese consumidor rechaza, además, la forma en que son tratados los animales en criaderos y mataderos, y exige, aunque suene contradictorio, certificado de buen trato a los animales que consume. Esto implica que el animal sea alimentado de forma orgánica, goce de una existencia “ideal” y sea sacrificado sin causarle dolor, todo lo cual incide al final en la salud del consumidor.

Es evidente que la globalización coloca al país frente a sensibilidades culturales diferentes a las nuestras, que exigen reacciones adecuadas. El fenómeno muestra al mismo tiempo la vinculación entre economía y cultura, eficiencia y valores, cálculo y ética, y prueba que una visión estrictamente económica, ajena a los paradigmas culturales, que aun confunda la educación moderna con aprender a leer y sumar, conduce a un callejón sin salida. Es una situación delicada para un país como el nuestro, que en los últimos 25 años ha proyectado afuera una imagen de modelo económico exportador huérfano de la cultura nacional y su gente, olvidando que cuando escogemos productos italianos o franceses lo hacemos pensando asimismo en las culturas de donde proceden.

Costumbre creceinte

Quien crea que las demandas del consumidor orgánico son modas pasajeras, se limitan a una minoría ecologista o nunca serán mayoritarias ni obligatorias en el mundo industrial, se equivoca, pues ellas van encontrando creciente acogida en capas medias y altas, y constituyen un nicho donde se refugia con éxito cierta producción de países desarrollados, más cara que la del sur. Hasta hace poco nadie hubiese imaginado que las mayores cadenas de hamburgers del mundo evitarían hoy cifras rojas vendiendo ensaladas de verdura o fruta, ni imaginado que los alemanes incorporarían a su Constitución el 2002 la protección a los animales. Es sintomático que temas que a veces políticos de países en desarrollo incluyen sólo vagamente en la legislación por presiones internas -como derechos laborales, medio ambiente, calidad de productos o trato a animales-, terminan siendo regulados, a veces para mejor, por consumidores del hemisferio norte sensibles a esas materias. Por lo pronto, en la sección de orgánicos de los supermercados norteamericanos que frecuento, los productos chilenos me siguen inquietando por su ausencia.