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Noticias Marzo 29, 2008

Pesadilla en el Tíbet

Una buena cosa que El Mercurio informe de la pesadilla que vive el Tibet: Mientras China intensifica la represión sobre los tibetanos, los seguidores del Dalai Lama resisten, como lo hacen desde hace 58 años. aquí, un periodista del the New York Times se sumerge en el largo conflicto, mientras la fotógrafa chilena Mónica Oportot muestra el otro Tíbet, el de los exiliados en india. Muchas fotos

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Aldea de Gabu, China. Para los agricultores cuyas vidas giran en torno a su templo budista en esta área tradicionalmente tibetana, una fundición de aluminio que arroja un humo gris a la distancia no es tanto un símbolo de progreso material, sino un recordatorio diario de la negligencia china.

“Mire, los muros de nuestro templo están todos tiznados con el humo que contamina el aire”, manifestó un campesino budista de 40 años llamado Caidan. La gran fábrica, agregó un hombre que estaba sentado a su lado, beneficia sólo a los miembros de la mayoría china Han.

“Los tibetanos reciben bajos ingresos y hacen los trabajos duros”, acota el hombre. A los Han, precisa, “les pagan como técnicos, aun cuando algunos de ellos realmente no saben nada”.

En el Tíbet y las provincias vecinas de Qinghai, Gansu y Sichuan, los locales son los que tienen mayor proximidad con los Han, quienes han llegado en masa junto con una ola de inversión impulsada por el Estado. Pero ocupan mundos separados. Las relaciones entre ambos grupos están marcadas habitualmente por un severo desprecio o desconfianza, por la estereotipación y el prejuicio y, entre los tibetanos, por la profunda sensación de subyugación, represión y temor.

Después de décadas de esfuerzos financiados por China para fortalecer su control sobre el Tíbet y volver más dócil el lejano oeste del país a través de gigantescos proyectos de infraestructura y una nueva colonización de chinos Han provenientes del este, el estallido de protestas y una violenta represión de las fuerzas de seguridad chinas en el Tíbet han dejado al descubierto la dura realidad del fracaso de la política.

No hay una discriminación étnica legalizada en China, pero los privilegios y el poder pertenecen a los Han, mientras que los tibetanos viven en gran medida recluidos en guetos urbanos segregados y aldeas pobres en sus propias tierras ancestrales.

Los noticiarios chinos sobre los acontecimientos en Lhasa han reforzado la impresión de universos separados que difícilmente se intersectan; uno Han y el otro tibetano. El propósito de tales noticiarios era claramente propagandístico: culpar a los locales de los disturbios y unir a los chinos Han en respaldo de una represión de gobierno. Una y otra vez la televisión ha repetido las mismas escenas de tibetanos alborotados destruyendo las vitrinas de las tiendas y de Han hospitalizados, heridos, mientras no se hace ninguna mención a las muertes, ampliamente conocidas, de tibetanos durante la represión policial que hubo a continuación, ni de los resentimientos que provocaron tales manifestaciones.

Desde los últimos y extensos disturbios en el Tíbet hace dos décadas, Beijing ha tratado de debilitar gradualmente a los separatistas en lo que denomina la Región Autónoma Tibetana. Ha invertido miles de millones de dólares, ha fomentado una afluencia de chinos Han y se ha insertado en la maquinaria del budismo local para eliminar la influencia del Dalai Lama, el líder espiritual del Tíbet, quien escapó de China al exilio en India en 1959 después de un levantamiento fallido. Pero una verdadera asimilación, si es que fuera el objetivo, sigue siendo escurridiza.

Caidan, el campesino de la aldea de Gabu, parte de la provincia de Qinghai, señala que habría sólo una forma de resolver los resentimientos de los tibetanos bajo el régimen chino: permitir el regreso del Dalai Lama. “Nos entristece que el Estado nos reprima, y mientras no permitan que el Dalai Lama regrese, seguiremos tristes”, expresa. “El Tíbet es el hogar del Dalai”.

En la capital tibetana, Lhasa, los comerciantes Han, como también los propietarios de hostales, hablan con un aire de superioridad que apenas pueden ocultar y a menudo con abierta hostilidad de los locales, a quienes describieron como flojos y malagradecidos por el desarrollo económico que ellos habían traído.

“Nuestro gobierno ha derrochado el dinero de todos nosotros para ayudar a esos desagradecidos”, declaró en una entrevista Wang Zhongyong, Han, gerente de tiendas de artesanías en Lhasa. Los negocios de Wang ofrecen artículos de inspiración tibetana a los turistas. Una de sus tiendas fue destruida e incendiada durante los desmanes. “Sólo piense en cuánto hemos invertido en fondos de ayuda para los monjes y tibetanos desempleados”, señaló. “¿Es esto lo que merecemos?”

“La relación entre los Han y los tibetanos es irreconciliable”, asegura Yuan Qinghai, un taxista de Lhasa. “Nosotros no tenemos una buena impresión de ellos, porque son flojos y nos odian, por quitarles, según dicen, lo que les pertenece. Piensan que ducharse una o dos veces en su vida es sagrado, pero para los Han es asqueroso e inaceptable”.

“Creemos en el trabajo duro y en ganar dinero para mantener a la familia, pero ellos podrían pensar que somos codiciosos y no tenemos fe”, agrega.

Incluso algunos Han que llevan viviendo mucho tiempo en Lhasa señalaron que no tenían amigos tibetanos y confesaron que tendían a evitar lo más posible la interacción con los locales.

“Ha existido este odio por largo tiempo”, manifiesta Tang Xuejun, Han, residente en Lhasa durante los últimos 10 años. “A veces incluso alguien se podría preguntar cómo hemos evitado un abierto enfrentamiento por tantos años. Éste es un odio que no se puede resolver con el arresto de algunas personas”.

Los tibetanos, mientras tanto, se quejan de que han sido relegados a una ciudadanía de segunda clase, que están destruyendo su cultura a través de una asimilación forzada, que han pisoteado sus libertades religiosas.

Una estudiante universitaria tibetana veinteañera que no quiso dar su nombre explica las relaciones de esta forma: “Realmente no quiero hablar de política, diciendo si el Tíbet es o no parte de China. La realidad es que somos controlados por los chinos, por el pueblo Han. No tenemos voz, por lo tanto en mi familia ni siquiera hablamos al respecto”.

Aunque la joven indica que su familia tenía una situación relativamente estable y que ella estaba recibiendo una buena educación, el futuro era sombrío aquí incluso para alguien como ella porque el sistema favorece a los Han.

“Ni siquiera tengo la seguridad de poder tener un empleo después que me titule”, precisa. “Los tibetanos ricos y las autoridades envían a sus hijos a Chengdu o Beijing”.

Una sensación del temor con el que viven muchos tibetanos se podía percibir en los comentarios de un líder religioso en la Prefectura de Aba en la provincia de Sichuan, el sitio de una protesta que llevaron a cabo monjes y otras personas en solidaridad con las manifestaciones de Lhasa y escenario de una violenta represión posterior.

“Sólo sé que el Partido Comunista es bueno, que ellos son buenos con nosotros”, expresa el líder religioso Ewangdanzhen, cuando se le consulta sobre las explicaciones oficiales que culpaban al Dalai Lama por las protestas. “Sólo creo en el Partido Comunista. La división es mala. Nosotros queremos unidad y armonía. No tenemos ningún contacto con él y no necesitamos contactarnos con él”.

Lejos de renunciar a su modo de vida o desistir de su fidelidad al Dalai Lama –el líder espiritual exiliado a quien el gobierno chino ha difamado por largo tiempo como separatista o “divisionista”–, los tibetanos entrevistados profesan una devoción casi universal por él. Prometen seguir resistiendo a los intentos del gobierno por controlar su fe, mientras han aprendido astutamente a esquivar los pesados controles policiales durante una ruta de 720 kilómetros a través de las provincias de Gansu y Qinghai.

“Todos somos iguales: el cien por ciento de nosotros adoramos al Dalai Lama”, manifiesta Suonanrenqing, de 40 años, habitante de una aldea en el distrito de Jianzha, en la provincia de Qinghai. Consultado sobre la decisión de China de adueñarse de un antiguo rito religioso tibetano y seleccionar al Panchen Lama, la segunda figura máxima en el budismo local, en 1995, y las implicancias de cómo Beijing manejaría las cosas después que el Dalai Lama, de 72 años, muriera, la respuesta de Suonanrenqing indica la existencia de tensiones indefinidas entre chinos y tibetanos.

“No estamos seguros de si es verdad que el Panchen fue designado por el gobierno, pero si es verdad, no podemos apoyarlo”, señala. “No respaldaríamos a un Dalai Lama nombrado por el gobierno tampoco. Los monasterios deberían elegir a estas personas”.

Aunque Suonanrenqing habla sinceramente, y se preocupó sólo al final de una extensa conversación de que sus comentarios podrían traerle problemas, muchas entrevistas con locales empezaron con nerviosas negativas de que supieran algo de los acontecimientos de Lhasa. Su cautela se justificaba debido a la severa represión de seguridad dondequiera que residieran grandes cantidades de tibetanos.

Después de evitar un bloqueo caminero policial, un reportero que se dirigía a altas horas de la noche hacia un pueblo en la provincia de Gansu donde había habido protestas en solidaridad con los manifestantes de Lhasa el día antes fue detenido por oficiales de policía de civil en una caseta de peaje en la carretera y llevado a una instalación en las cercanías para interrogarlo y luego prohibirle la entrada.

Al día siguiente, cuando visitaba Taersi, un importante monasterio en la provincia de Qinghai, el reportero fue seguido muy de cerca por oficiales de policía vestidos de civil a quienes se vio filmando las conversaciones del periodista con los monjes locales.

“No tengo idea de lo que está sucediendo en Lhasa”, asegura un monje de 32 años, quien aceptó sentarse y conversar en un pequeño restaurante con un visitante extranjero, pero evidentemente sentía que el tema era demasiado peligroso para abordarlo. “Nosotros no tenemos nada que ver con eso”.

A pesar de la vigilancia policial, en el valle de Lijiaxia, un área desolada, hermosa, dominada por el río Amarillo y montañas escarpadas, secas y terrenos agrícolas barridos por el viento, las aldeas tibetanas eran fáciles de ubicar por las coloridas banderas de oración que flamean desde los techos y las cimas de las colinas.

Aquí, muchos en un principio sostuvieron que no sabían nada de los acontecimientos en Lhasa. Pero algunos rápidamente abandonaron esta cauta actitud. Un aldeano pobre, que hacía cigarrillos caseros con periódicos viejos, estaba enterado de que los noticiarios chinos estaban mostrando escenas de las manifestaciones tibetanas en Lhasa.

“¿Ha habido alguna imagen en que a los tibetanos los estén matando?”, pregunta. Cuando le responden que no, asiente y dice: “Por supuesto que no”.

© The New York Times